No fue hasta bien entrada mi madurez cuando comprendí el valor de las tardes de otoño, hechas frías para llevar manta si querías salir al patio como los valientes, aunque la energía viniese de las ganas de fumar un cigarro que sabía a soledad mezclada con cucharaditas de vacío, poco a poco disueltas en café casi caliente mientras me entretenía diferenciando humo de vaho sintiéndome dragón, cuando en realidad era insignificante como una hormiga excepto cuando estaba contigo.
Y no sé cómo esas tardes frías de otoño siempre acababan en ti, aunque empezasen conmigo y tú no estuvieses, ni en presente, ni en pasado, ni nunca. Sabía entonces que mi momento en el patio había acabado y tal cual estuviese vestida salía a pasear mis pensamientos, un rato, a ver si los agotaba para variar la rutina y vaciar la cama de almohadas. Empezaba andando pero terminaba corriendo. Esperando despistar a mis pensamientos porque meterlos en cajas siempre me había fallado y todavía entonces me seguía ocurriendo.
En un último intento desesperado, de vuelta a casa, me compraba un helado aunque fuese otoño, hiciese frío y destrozase mi dieta. Mi mesa de la esquina siempre estaba vacía, espacio que nunca compartí contigo, suficiente con navegar por calles inundadas de recuerdos tuyos cuando llovían lágrimas. Sacaba mi kit de auxilio y empezaba a escribir desde mi sitio con vista privilegiada de todos los que decían ser humanos, que asustados por el gris de las calles entraban en busca del último resquicio de verano. Y como otras innumerables veces, no sabía si esperaba mientras te escribía o escribía mientras te esperaba, pero de una forma u otra, tú nunca llegabas.