Después de un tiempo intentando localizarte logré recitar tu contestador de memoria. Ya sabes, por culpa de que no cogías el teléfono haciéndome perder el tiempo y matando mis esperanzas. Creo que te gustaba, disfrutabas, aunque en realidad no lo sé porque contigo nunca sabía nada y eso era una de las cosas que más me gustaban. Mi umbral del dolor siempre ha sido alto y ha causado más problemas de los que ha curado, como tú, que todavía sangras en cuanto escribo o salgo, y ahora que lo pienso, hago ambas cosas demasiado.
Cuando asumí que no querías hablar conmigo, lo cual no admitiré que me costó más de lo que esperaba tanto en dinero como en sonrisas pintadas, te seguí llamando. Sólo por si acaso, por si te equivocabas, por si te sentías sola y me necesitabas, aunque fueses tuya. Y es que eras tan tuya que no te compartías, que escuchar tu contestador no era muy diferente de nuestras tardes en el tejado. Es de esperar que me hayas olvidado si no has perdido nada porque nunca diste. En cambio, tú me has dejado en ruinas, lo cual explica por qué de vez en cuando me encuentro marcando de nuevo el mismo número desgastado para escuchar tu voz cinco segundos de reloj o recordar que se ha acabado algo que nunca ha empezado.
Las llamadas sin respuesta comenzaron a ir acompañadas de monólogos desordenados y un tanto desesperados. Tal vez si me hubieses dicho adiós en lugar de desaparecer no estaría así, pensando en ti. O tal vez sí, pero me habría ahorrado ilusiones desperdiciadas en mensajes de voz y posiblemente no le habría confesado mi amor a tu contestador, lo cual he de reconocer que no ha sido una de mis ideas más brillantes pero había pasado la noche perdida y estaba intentado llamar a casa. Y es que no ha pasado tanto tiempo desde la última vez que te vi, y sigo sin encontrar un sustitutivo de ti cuando más lo necesito, ahora que he roto tu contestador intentando ahogar tu recuerdo.