Sweet devil AU!

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Título: Padre, protégeme del mal.
Advertencia: Contenido para mayores de dieciséis años, se recomienda discreción.

A las afueras de un pequeño pueblo ubicado en algún lugar remoto de la inmensa nación de América del Norte, se encontraba establecido un monasterio que recibía a los jóvenes que deseaban entregar sus vidas al completo y fiel voto del servicio a Dios. Aunque muchos asistían ahí en vista de que no poseían muchas opciones al proceder de familias pobres, que no contaban con los recursos necesarios para enviarlos a buenas universidades, era una mejor opción ir a los templos y aprender historia, arte, religión y otros campos de los sabios que con amor predicaban a toda la comunidad que dependía de la ganadería y agricultura, como la exportación de recursos que solo ellos tenían.

Un rubio de gafas caminaba por los pasillos del edificio antiguo que intimidaba de cierta forma por su estructura al estilo barroco y sus leves matices góticos que al anochecer resaltarían más por su aspecto macabro, además de que el espeso bosque que comenzaba desde atrás no ayudaba en absoluto. Quizás se debía a ese toque de misterio y los relatos relacionados con lo paranormal que envolvían el lugar lo que atraía al chico veintiañero, que dedicaba su tiempo al estudio de la historia de la iglesia católica, empezando por el tema de la Santa Inquisición y la orden secreta de los Caballeros Templarios.

—¡Al, recuerda que te toca hora santa antes de la medianoche! —le recordó Matthew, quien hacía unos pocos meses se había integrado a su grupo.

Aquello era una de las pocas cosas que le desagradaban de su tarea, pero a las cuales se había tenido que ajustar por orden de su superior, constantemente lo monitoreaba para que estuviera siguiendo al pie de la letra el reglamento y no era para menos; su intrépida y divertida personalidad significaba un verdadero enigma para los ancianos del recinto, ningún joven con esas características y una atractiva apariencia renunciaría a una vida normal, la oportunidad de unirse a una mujer y despojarse de todo lo que le exigía su carne, pero ahí estaba el muchacho de ojos celestes que sonreía y saludaba a todos los pobladores que se cruzaba por el camino.

Faltaba poco para la hora estipulada, por lo que no le sorprendería encontrar los pasadizos y habitaciones iluminadas únicamente por antorchas colgadas en la pared, contando también que traía consigo una lámpara de gas porque la penumbra amenazaba con engullir su figura por completo. En cierta forma no le incomodaba la sensación de que alguien lo observaba o el sonido de pasos que provenían de sus espaldas, había convivido lo suficiente con la penumbra y la luz como para tener la certeza de que se encontraba seguro ya que su fe estaba con Cristo... o eso pensaba.

Posteriormente de la cena y hablar con alguno de los peregrinos que visitaban el sitio por primera vez, se trasladó hacia la capilla que se ubicaba en el espacio más escondido y recóndito. Pero como decía, le parecía una pérdida de tiempo aquello de "la hora santa" en la que se quedaba sesenta minutos sentado frente a una hostia consagrada en un recipiente dorado y las esculturas de yeso que se repartían por espacios aleatorios del diminuto espacio, dándole claustrofobia.

El silencio se extendía por toda la habitación como una nube de gas expandiéndose, a excepción de un  murmullo y por unos instantes su mente comenzó a divagar en pensamientos veloces que corrían por su agitado cerebro, si algo simbolizaba a Alfred era su energía y aceleramiento que mostraba cada vez que podía. Esto hizo que se desconectara de la realidad por unos minutos sin percatarse del repiqueteo seguido contra el suelo de cerámica, ni mucho menos el repentino frío que empezó a sentir por más inusual que fuese ya que se encontraban a mitades de agosto y un aroma que le recordó al azufre penetró sus fosas nasales.

—¿Por qué tan solo, muñeco? —cuestionó una voz acaramelada, acariciándole el oído y en esa fracción de segundos el muchacho sintió como se derretía a causa de la sensualidad de esas palabras.

Lleno de terror se volteó para encarar a la figura femenina, que le generaba más preguntas en la cabeza al acordarse que en el monasterio se tenía estrictamente prohibido el ingreso de mujeres, todo era para mantener en castidad a los aspirantes. Lo que se topó le tomó por completa sorpresa al vislumbrar a una mujer que aparentaba su edad; de cabello azabache hasta las caderas, orbes carmesí como la sangre, facciones tan finas que robarían suspiros del más soñador, pero lo que le arrebató el alienro fue los cuernos y la cola puntiaguda que tenía, allí supo que era un demonio de los cuales se advertía en las escrituras.

—¡Aléjate de mí o te juro que te bañaré de agua bendita! —amenazó un miedoso rubio, dando pasos hacia atrás y obteniendo como respuesta una carcajada risueña por parte del súcubo.

—¿Y tú crees que eso me afectará? Vaya, creo que en vez de darte los libros reales prefirieron mentirte con los de fantasía, chiquillo —contestó el espíritu, sonriendo mostrando sus afilados colmillos.

—Ni pienses que creeré tus mentiras, demonio —reiteró Alfred, sujetando el envase de plástico que reposaba en una de las bancas.

Cuando la súcubo menos lo esperó se vio empapada pero nada sucedía, todavía poseía su forma física en la dimensión terrenal y sus iris resplandecieron de un tono rosa ante la diversión que podía obtener de ese joven. Secó unas gotas que bajaban por su escote, acercándose hasta acorrararlo contra la deteriorada pared de concreto y acariciar el inocente rostro del muchacho con sus largas uñas pintadas de azul.

—Tu alma luce exquisita, como me encantaría alimentarme de ella... Así que veamos que tan grande es tu fe —le susurró al oído, desencadenando un escalofrío en el contrario.

(...)

Un suspiro rebelde escapó de los labios del muchacho, quien admiraba a la chica que permanecía acostada a su lado en la cama matrimonial de su habitación, perdió la cuenta de las veces que ella había aparecido para molestarlo e incitarlo a practicar malos hábitos y adoptar conductas pecaminosas, visitándolo por las madrugadas donde se disponía a rezar y meditar pero poco a poco fue distrayéndolo de su propósito, empezando a preguntarle sobre él, la razón por la cual había elegido entregar su vida al servicio eclesiástico en vez de disfrutar su juventud de manera plena y gozar de los placeres del mundo. Fue tanteando la zona hasta meterse debajo de su piel y comenzó a llamarla por su supuesto nombre, queriendo su compañía cuando se encontraba solo en medio de las labores de novicio, relatando sus divagues y aspiraciones.

Eso ciertamente producía una extraña ternura y atracción en María, quien le fascinaba pasar el tiempo con su nuevo amigo mortal, Alfred.

—Sé que estás despierta —soltó el rubio, recostándose contra el espaldar de madera y haciendo que la delgada sábana bajara descubriendo su pecho fornido.

Ella sonrió, curvando sus labios rojos e hinchados por los besos que habían compartido horas previas en un fogoso encuentro carnal, sus ojos destellaron similares a dos hogueras de perdición a las que el joven americano empezaba a ceder.

—Es que me encanta saber que disfrutas de apreciarme cuando no lo noto —admitió la azabache, estirándose como un gato perezoso, dejando ver su parte cuerpo desnudo sin pudor alguno.

Aunque no era como si pudiese existir entre ellos dos, no después de las noches que pasaron enredados sin importar las consecuencias de sus actos. El chico ya sabía que firmó sin darse cuenta su sentencia de muerte.

—Creo que es momento de dejar de hacer estas cosas, María —opinó el de iris celestes, mirando el techo.

—Siempre dices lo mismo, Alfred pero después me llamas y sucumbes ante mis peticiones —habló la fémina, subiéndose encima del regazo masculino—. Además ya eres mío en cuerpo y alma, no tienes escapatorias de mis garras.

Pero diablos, a quien podía engañar. Se mentía a sí mismo si decía que deseaba alejarse de su macabra presencia; gustoso estaba de arder en el averno por ella.

Piel morena, luceros esmeraldas ℘ UsaVeneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora