Capítulo 3

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6 de julio de 2019.

15:36.

– Solía tener un sueño, parecido a una pesadilla.

– ¿Antes o después de conocer a Manuel? –Fernando me preguntó al mismo tiempo en que apagaba una de las luces que estaban colocadas en el techo, pues con la luz que entraba por la ventana a nuestra izquierda ya era suficiente.

– Antes. O no sé... algo así.

– ¿Cómo algo así? –El hombre al frente mío se encontraba inquieto.

– ¿Buscas algo? –entonces lo interrogué yo.

– No, es que no me gusta el frío –soltó una pequeña carcajada y se dirigió hacia una cafetera cerca del estante lleno de libros, en donde estaba su preciado título; creo que cuando yo reciba el mío también lo tendré en un cuadro tan brillante como ese, bien orgullosa de mi esfuerzo.

Me preguntó si quería un café, yo acepté, hacía mucho no tomaba café.

– Veo que a vos no te molesta –aseguró con una pequeña sonrisa. Se refería al frío.

En estas dos sesiones no había venido muy abrigada: una campera que me compré a los 16 años, un buzo gris que creo que lo compré en Estados Unidos o tal vez en algún shopping de Capital; abajo una remera, jeans y unos borcegos. Para mí es abrigado y me ayuda a pasar estos 4° que hacen afuera. Obviamente adentro del consultorio sólo tenía el buzo.

– No, todo lo contrario. En mi infancia vivía desabrigada correteando por algún campo.

Me ojeó con algo de duda, entonces continué hablando así le aclaraba cualquier pregunta que le surgiera– Nací en San Luis. Luego me mudé a vario lugares por el trabajo de mis padres. La Pampa, que fue donde más estuve ya que hay buenas tierras para que mi familia cosechara; Mendoza, por las fincas...

Todavía me acuerdo cuando manejé por primera vez una camioneta Toyota por el campo que había comprado mi papá en La Pampa, o aquellas veces en que mi mamá me perseguía por las fincas y cuando nos cansábamos cortaba unas uvas, las mojaba un poco y las compartíamos, estaban calientes pero dulces, muy dulces. También cuando descorché mi primer vino al cumplir quince años, quería probar a ver si podía abrir uno: al principio me frustré, pero luego de unos minutos pude.

Pareció que la conversación le interesó al licenciado frente a mí y continuó indagando sobre el tema– ¿Tus padres a qué se dedican?

– Ingenieros agrónomos –contesté.

Me dediqué a observarlo a Fernando, camisa oscura a cuadros. El primer botón desprendido, con eso pude ojear una remera que seguro era térmica. Colgado a un costado un saco muy elegante, azul bien oscuro. Además de elegante parecía estar hecho específicamente para gente friolenta.

– ¿Te gustaba estar allá? –Interrumpió mis pensamientos.

Rasqué mi labio inferior– ¿En cuál de todos los lugares que le conté? –Pregunté e intente hacer que no suene tan burlón el tono.

– En cualquiera de los tres –contestó con tranquilidad–, salvo que tengas uno de preferencia.

Respiré profundo – Me gustaba San Luis, pero la gente no. En Mendoza, por otro lado, la gente sí era linda, y los lugares también. Sin embargo, cuando cumplí seis años me mudé a La Pampa y le agarré cierto resentimiento a los mendozinos por adueñarse del agua que le corresponde a los pampeanos.

Asintió con la cabeza.

– Perspectiva –finalicé.

Fernando se rascó la barba negra que le crecía a los costados de la cara mientras ojeaba unos papeles, pero no anotaba nada. Me pareció un hermoso gesto que no lo hiciera, bah... yo quiero creer que lo hace porque sabe que me incomoda. Es estúpido, si vas a un psicólogo te van a psicoanalizar, pero yo sólo quiero hablar, no que me estudien.

Armonía en un caosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora