Prologo

194 4 2
                                    

Prólogo

Me inunda el sobresalto al oír las tres sirenas, advirtiendo una situación de gravedad. Giro sobre la cama y presiono los ojos, mientras siento que un calor repentino me invade, no tardo de comprender que es causa de la aceleración que mi corazón está experimentando. El sudor me recorre la nuca y se desliza por mi espalda hasta que las gotas se pierden impregnadas en mi vieja remera, que en su momento fue la vieja remera de mi papá. Me deslizo hasta apoyar mi espalda contra el duro respaldo de la cama. Pero al instante me doy cuenta que algo anda mal, no solo afuera, sino que también dentro de mí. Un impulso repentino me hace llevar mis manos a las sienes, que palpitan con fuerza generándome un dolor punzante, como un martilleo. Tac. Tac. Tac.

El dolor cede, y mi temperatura se estabiliza, respiro con ganas, como si fueran a robarme todo el aire que hay en el ambiente. Escucho mi corazón, ya en su ritmo normal. Una sensación de alivio me recorre todo el cuerpo. Me dejo llevar por el sueño, una vez más.

Tac. Tac. Tac. Vuelvo a sentir como el malestar se abre paso a través de mí. Comienzo a tiritar de frio y comprendo que es fiebre. Un hueco en mi memoria me deposita en una escena indescifrable. Mientras abro los ojos, siento un ardor que me impide ver claramente la situación que me rodea. Abro los labios para poder preguntar lo que no veo, pero siento ampollas, ardientes en toda mi boca. Solo me queda una opción: Aferrarme a las posibilidades de que mis oídos estén en un estado suficientemente sanos para informarme que ocurre. Y, por alguna razón desconocida, es lo único que siento bien: escucho a la perfección. Es la voz de mi madre. Pero no se dirige a mí.

—La última vez que medí su temperatura era de 86°.

Sindrome de la antonimiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora