Desconcierto

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Tac. Tac. Tac. Es la primera vez en 2035 años que escucho ese penetrante ruido en mis sienes, como un aviso de que había vuelto a suceder aquella cosa, que aún no identifico.

Crac. Crac. Crac. Siento un frío penetrante al tiempo en el que la costra helada que me recubre se despega de mi piel. ¿Hielo?

Abro los ojos y parpadeo con delicadeza, pero al no lograr adaptar la vista, parpadeo más fuerte. Comienzo a ver algo nublado, como líneas que se mezclan bajo un vapor. No, no es vapor. La nitidez comienza a instalarse en la sala. Una sala. Pequeña, oscura, una línea de luz la atraviesa, procedente de una ventana justo delante de mí: la cortina está cerrada, casi por completo. Uso todas mis fuerzas, que parecen casi nulas, para palpar la superficie donde me instalo. Suave, blanda, mullida: un colchón. Continúo el trazo con mi mano en busca de un piso, pero solo siento aire: estoy en una habitación pequeña, casi oscura, con una ventana, sobre un colchón que se apoya en una superficie elevada, y estoy rodeado de hielo. No me pregunto nada, porque no encuentro ninguna pregunta lógica para formularme.

Empiezo a adaptarme a la escasa luz y veo que no estoy solo: sobre un sofá, deshilachado y notoriamente viejo duerme profundamente una muchacha un poco más joven que yo. ¿Cuántos años tendrá? ¿15? ¿16? No se distingue bien su rostro pero parece delgada y pequeña. Hago un esfuerzo por levantarme pero siento un dolor profundo que me lo impide. Lanzo un grito de agonía y me doy cuenta que casi no tengo voz. Vuelvo a intentarlo y logro sentarme. Respiro con fuerza para recuperarme y una vez que el aire llega a mis pulmones me paro en el suelo, áspero y helado, formado por piedritas pequeñas, numerosas y punzantes en mis pies descalzos.

—¿Hola?

La respuesta de la niña, que sigue inmóvil en el sofá resuena en la sala: un perturbador silencio. Me acerco a ella y entiendo que algo anda muy mal: es más chica de lo que parecía, entra en la palma de mi mano.

Su diminuto cuerpecito está recubierto de hielo, como el mío, pero el de ella aún no se derritió. La tomo con delicadeza entre mis dedos y la cubro con la manga de mi remera, intentando calentarla. Tiene unas calzas ajustadas y una remera que le queda muy larga. Parece tan inocente, acurrucada y dormida. Siento el impulso de cuidarla. La deposito en el bolsillo de mi buzo y me dirijo a la puerta de la sala. La puerta parece muy chica, pero busco la forma de pasar por ella.

Ahora sí, una pregunta se formula en mi mente, pero sin poder materializarse en mis labios por la sencilla razón de que no hay nadie para responderla: ¿Qué está pasando?

Sindrome de la antonimiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora