CAPÍTULO XXXVII

179 11 0
                                    

Ambos caballeros abandonaron Rosings a lamañana siguiente. Collins estuvo a la esperacerca de los templetes de la entrada para darlesel saludo de despedida, y llevó a casa la gratanoticia de que parecían estar bien y con ánimopasable como era de esperar después de la melancólica escena que debió de haber tenido unlugar en Rosings. Collins voló, pues, a Rosingspara consolar a lady Catherine y a su hija, y alvolver trajo con gran satisfacción un mensaje deSu Señoría que se hallaba muy triste y deseabaque todos fuesen a comer con ella.Elizabeth no pudo ver a lady Catherine sin recordar que, si hubiera querido, habría sido presentada a ella como su futura sobrina; ni tampoco podía pensar, sin sonreír, en lo que sehabría indignado. ¿Qué habría dicho? ¿Quéhabría hecho? Le hacía gracia preguntarse todas estas cosas.De lo primero que se habló fue de la mermasufrida en las tertulias de Rosings. ––Les aseguro que lo siento mucho ––dijo ladyCatherine––; creo que nadie lamenta tanto como yo la pérdida de los amigos. Pero, además,¡quiero tanto a esos muchachos y ellos me quieren tanto a mí! Estaban tristísimos al marcharse, como siempre que nos separamos. El coronel se mantuvo firme hasta el final, pero la pena de Darcy era mucho más aguda, más que elaño pasado, a mi juicio. No dudo que su cariñopor Rosings va en aumento.Collins tuvo un cumplido y una alusión alasunto, que madre y hija acogieron con unaamable sonrisa. Después de la comida ladyCatherine observó que la señorita Bennet parecía estar baja de ánimo. Al punto se lo explicó asu manera suponiendo que no le seducía laidea de volver tan pronto a casa de sus padres,y le dijo:––Si es así, escriba usted a su madre para que lepermita quedarse un poco más. Estoy segura deque la señora Collins se alegrará de tenerla a sulado. ––Agradezco mucho a Su Señoría tan amableinvitación ––repuso Elizabeth––, pero no puedoaceptarla. Tengo que estar en Londres elpróximo sábado.––¡Cómo! Entonces no habrá estado usted aquímás que seis semanas. Yo esperaba que estaríados meses; así se lo dije a la señora Collins antes de que usted llegara. No hay motivo paraque se vaya tan pronto. La señora Bennet notendrá inconveniente en prescindir de ustedotra quincena.––Pero mi padre, sí; me escribió la semana pasada pidiéndome que volviese pronto.––Si su madre puede pasar sin usted, su padretambién podrá. Las hijas nunca son tan necesarias para los padres como para las madres. Y siquisiera usted pasar aquí otro mes, podría llevarla a Londres, porque he de ir a primeros dejunio a pasar una semana; y como a Danson nole importará viajar en el pescante, quedará sitiopara una de ustedes, y si el tiempo fuese fresco, no me opondría a llevarlas a las dos, ya queninguna de ustedes es gruesa.Es usted muy amable, señora; pero creo que notendremos más remedio que hacer lo que habíamos pensado en un principio.Lady Catherine pareció resignarse.––Señora Collins, tendrá usted que mandar aun sirviente con ellas. Ya sabe que siempre digolo que siento, y no puedo soportar la idea deque dos muchachas viajen solas en la diligencia. No está bien. Busque usted la manera deque alguien las acompañe. No hay nada que medesagrade tanto como eso. Las jóvenes tienenque ser siempre guardadas y atendidas segúnsu posición. Cuando mi sobrina Georgiana fuea Ramsgate el verano pasado, insistí en quefueran con ellas dos criados varones; de otromodo, sería impropio de la señorita Darcy, lahija del señor Darcy de Pemberley y de ladyAnne. Pongo mucho cuidado en estas cosas.Mande usted a John con las muchachas, señoraCollins. Me alegro de que se me haya ocurrido, pues sería deshonroso para usted enviarlassolas.––Mi tío nos mandará un criado.––¡Ah! ¡Un tío de ustedes! ¿Conque tiene criado? Celebro que tengan a alguien que piense enestas cosas. ¿Dónde cambiarán los caballos?¡Oh! En Bromley, desde luego. Si cita mi nombre en «La Campana» la atenderán muy bien.Lady Catherine tenía otras muchas preguntasque hacer sobre el viaje y como no todas lascontestaba ella, Elizabeth tuvo que prestarleatención; fue una suerte, pues de otro modo,con lo ocupada que tenía la cabeza, habría llegado a olvidar en dónde estaba. Tenía que reservar sus meditaciones para sus horas de soledad; cuando estaba sola se entregaba a ellascomo su mayor alivio; no pasaba un día sin quefuese a dar un paseo para poder sumirse en ladelicia de sus desagradables recuerdos.Ya casi sabía de memoria la carta de Darcy.Estudiaba sus frases una por una, y los sentimientos hacia su autor eran a veces sumamente encontrados. Al fijarse en el tono en que se dirigía a ella, se llenaba de indignación, perocuando consideraba con cuánta injusticia lehabía condenado y vituperado, volvía su iracontra sí misma y se compadecía del desengañode Darcy. Su amor por ella excitaba su gratitud,y su modo de ser en general, su respeto; perono podía aceptarlo y ni por un momento searrepintió de haberle rechazado ni experimentóel menor deseo de volver a verle. El modo enque ella se había comportado la llenaba de vergüenza y de pesar constantemente, y los desdichados defectos de su familia le causaban unadesazón horrible. No tenían remedio. Su padrese limitaba a burlarse de sus hermanas menores, pero nunca intentaba contener su impetuoso desenfreno; y su madre, cuyos modales estaban tan lejos de toda corrección, era completamente insensible al peligro. Elizabeth se habíapuesto muchas veces de acuerdo con Jane parareprimir la imprudencia de Catherine y Lydia,pero mientras las apoyase la indulgencia de su madre, ¿qué esperanzas había de que se corrigiesen? Catherine, de carácter débil e irritable yabsolutamente sometida a la dirección de Lydia, se había sublevado siempre contra sus advertencias; y Lydia, caprichosa y desenfadada,no les hacía el menor caso. Las dos eran ignorantes, perezosas y vanas. Mientras quedara unoficial en Meryton, coquetearían con él, y mientras Meryton estuviese a tan poca distancia deLongbourn nada podía impedir que siguieranyendo allí toda su vida.La ansiedad por la suerte de Jane era otra desus preocupaciones predominantes. La explicación de Darcy, al restablecer a Bingley en elbuen concepto que de él tenía previamente, lehacía darse mejor cuenta de lo que Jane habíaperdido. El cariño de Bingley era sincero y suconducta había sido intachable si se exceptuabala ciega confianza en su amigo. ¡Qué triste,pues, era pensar que Jane se había visto privada de una posición tan deseable en todos lossentidos, tan llena de ventajas y tan prometedo-ra en dichas, por la insensatez y la falta de decoro de su propia familia!Cuando a todo esto se añadía el descubrimientode la verdadera personalidad de Wickham, secomprendía fácilmente que el espíritu jovial deElizabeth, que raras veces se había sentido deprimido, hubiese decaído ahora de tal modoque casi se le hacía imposible aparentar un poco de alegría.Las invitaciones a Rosings fueron tan frecuentes durante la última semana de su estancia enHunsford, como al principio. La última veladala pasaron allí, y Su Señoría volvió a hacer minuciosas preguntas sobre los detalles del viaje,les dio instrucciones sobre el mejor modo dearreglar los baúles, e insistió tanto en la necesidad de colocar los vestidos del único modo quetenía por bueno, que cuando volvieron a la casa, María se creyó obligada a deshacer todo sutrabajo de la mañana y tuvo que hacer de nuevo el equipaje. Cuando se fueron, lady Catherine se dignó desearles feliz viaje y las invitó a volver a Hunsford el año entrante. La señorita de Bourghllevó su esfuerzo hasta la cortesía de tenderlesla mano a las dos. 

Orgullo y PrejuicioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora