CAPÍTULO XXIII

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Elizabeth estaba sentada con su madre y sushermanas meditando sobre lo que había escuchado y sin saber si debía o no contarlo, cuando apareció el propio Sir William Lucas, enviadopor su hija, para anunciar el compromiso a lafamilia. Entre muchos cumplidos y congratulándose de la unión de las dos casas, reveló elasunto a una audiencia no sólo estupefacta,sino también incrédula, pues la señora Bennet,con más obstinación que cortesía, afirmó quedebía de estar completamente equivocado, yLydia, siempre indiscreta y a menudo mal educada, exclamó alborotadamente:––¡Santo Dios! ¿Qué está usted diciendo, sir William? ¿No sabe que el señor Collins quierecasarse con Elizabeth?Sólo la condescendencia de un cortesano podíahaber soportado, sin enfurecerse, aquel comportamiento; pero la buena educación de sirWilliam estaba por encima de todo. Rogó que lepermitieran garantizar la verdad de lo que decía, pero escuchó todas aquellas impertinenciascon la más absoluta corrección.Elizabeth se sintió obligada a ayudarle a salirde tan enojosa situación, y confirmó sus pala-bras, revelando lo que ella sabía por la propiaCharlotte. Trató de poner fin a las exclamaciones de su madre y de sus hermanas felicitandocalurosamente a sir William, en lo que prontofue secundada por Jane, y comentando la felicidad que se podía esperar del acontecimiento,dado el excelente carácter del señor Collins y laconveniente distancia de Hunsford a Londres.La señora Bennet estaba ciertamente demasiadosobrecogida para hablar mucho mientras sirWilliam permaneció en la casa; pero, en cuantose fue, se desahogó rápidamente. Primero, insistía en no creer ni una palabra; segundo, estaba segura de que a Collins lo habían engañado;tercero, confiaba en que nunca serían felicesjuntos; y cuarto, la boda no se llevaría a cabo.Sin embargo, de todo ello se desprendían claramente dos cosas: que Elizabeth era la verdaderacausa de toda la desgracia, y que ella, la señoraBennet, había sido tratada de un modo bárbaropor todos. El resto del día lo pasó despotricando, y no hubo nada que pudiese consolarla o calmarla. Tuvo que pasar una semana antes deque pudiese ver a Elizabeth sin reprenderla; unmes, antes de que dirigiera la palabra a sir William o a lady Lucas sin ser grosera; y mucho,antes de que perdonara a Charlotte.El estado de ánimo del señor Bennet ante lanoticia era más tranquilo; es más, hasta sealegró, porque de este modo podía comprobar,según dijo, que Charlotte Lucas, a quien nuncatuvo por muy lista, era tan tonta como su mujer, y mucho más que su hija.Jane confesó que se había llevado una sorpresa;pero habló menos de su asombro que de sussinceros deseos de que ambos fuesen felices, nisiquiera Elizabeth logró hacerle ver que semejante felicidad era improbable. Catherine y Lydia estaban muy lejos de envidiar a la señoritaLucas, pues Collins no era más que un clérigo yel suceso no tenía para ellas más interés que elde poder difundirlo por Meryton.Lady Lucas no podía resistir la dicha de poderdesquitarse con la señora Bennet manifestándo-le el consuelo que le suponía tener una hija casada; iba a Longbourn con más frecuencia quede costumbre para contar lo feliz que era, aunque las poco afables miradas y los comentariosmal intencionados de la señora Bennet podríanhaber acabado con toda aquella felicidad.Entre Elizabeth y Charlotte había una barreraque les hacía guardar silencio sobre el tema, yElizabeth tenía la impresión de que ya no volvería a existir verdadera confianza entre ellas.La decepción que se había llevado de Charlottele hizo volverse hacia su hermana con más cariño y admiración que nunca, su rectitud y sudelicadeza le garantizaban que su opinión sobre ella nunca cambiaría, y cuya felicidad cadadía la tenía más preocupada, pues hacía ya unasemana que Bingley se había marchado y nadase sabía de su regreso.Jane contestó en seguida la carta de CarolineBingley, y calculaba los días que podía tardaren recibir la respuesta. La prometida carta deCollins llegó el martes, dirigida al padre y escri-ta con toda la solemnidad de agradecimientoque sólo un año de vivir con la familia podíahaber justificado. Después de disculparse alprincipio, procedía a informarle, con muchagrandilocuencia, de su felicidad por haber obtenido el afecto de su encantadora vecina laseñorita Lucas, y expresaba luego que sólo conla intención de gozar de su compañía se habíasentido tan dispuesto a acceder a sus amablesdeseos de volverse a ver en Longbourn, adondeesperaba regresar del lunes en quince días;pues lady Catherine, agregaba, aprobaba tancordialmente su boda, que deseaba se celebrasecuanto antes, cosa que confiaba sería un argumento irrebatible para que su querida Charlottefijase el día en que habría de hacerle el más felizde los hombres.La vuelta de Collins a Hertfordshire ya no eramotivo de satisfacción para la señora Bennet.Al contrario, lo deploraba más que su marido:«Era muy raro que Collins viniese a Longbournen vez de ir a casa de los Lucas; resultaba muy inconveniente y extremadamente embarazoso.Odiaba tener visitas dado su mal estado desalud, y los novios eran los seres más insoportables del mundo.» Éstos eran los continuosmurmullos de la señora Bennet, que sólo cesaban ante una angustia aún mayor: la larga ausencia del señor Bingley.Ni Jane ni Elizabeth estaban tranquilas con estetema. Los días pasaban sin que tuviese másnoticia que la que pronto se extendió por Meryton: que los Bingley no volverían en todo elinvierno. La señora Bennet estaba indignada yno cesaba de desmentirlo, asegurando que erala falsedad más atroz que oír se puede.Incluso Elizabeth comenzó a temer, no queBingley hubiese olvidado a Jane, sino que sushermanas pudiesen conseguir apartarlo de ella.A pesar de no querer admitir una idea tan desastrosa para la felicidad de Jane y tan indignade la firmeza de su enamorado, Elizabeth nopodía evitar que con frecuencia se le pasase porla mente. Temía que el esfuerzo conjunto de sus desalmadas hermanas y de su influyente amigo, unido a los atractivos de la señorita Darcy ya los placeres de Londres, podían suponer demasiadas cosas a la vez en contra del cariño deBingley.En cuanto a Jane, la ansiedad que esta duda lecausaba era, como es natural, más penosa quela de Elizabeth; pero sintiese lo que sintiese,quería disimularlo, y por esto entre ella y suhermana nunca se aludía a aquel asunto. A sumadre, sin embargo, no la contenía igual delicadeza y no pasaba una hora sin que hablase deBingley, expresando su impaciencia por su llegada o pretendiendo que Jane confesase que, sino volvía, la habrían tratado de la manera másindecorosa. Se necesitaba toda la suavidad deJane para aguantar estos ataques con tolerabletranquilidad.Collins volvió puntualmente del lunes en quince días; el recibimiento que se le hizo en Longbourn no fue tan cordial como el de la primeravez. Pero el hombre era demasiado feliz para que nada le hiciese mella, y por suerte paratodos, estaba tan ocupado en su cortejo que seveían libres de su compañía mucho tiempo. Lamayor parte del día se lo pasaba en casa de losLucas, y a veces volvía a Longbourn sólo con eltiempo justo de excusar su ausencia antes deque la familia se acostase.La señora Bennet se encontraba realmente enun estado lamentable. La sola mención de algoconcerniente a la boda le producía un ataque demal humor, y dondequiera que fuese podíatener por seguro que oiría hablar de dichoacontecimiento. El ver a la señorita Lucas ladescomponía. La miraba con horror y celos alimaginarla su sucesora en aquella casa. Siempreque Charlotte venía a verlos, la señora Bennetllegaba a la conclusión de que estaba anticipando la hora de la toma de posesión, y todaslas veces que le comentaba algo en voz baja aCollins, estaba convencida de que hablaban dela herencia de Longbourn y planeaban echarlaa ella y a sus hijas en cuanto el señor Bennet pasase a mejor vida. Se quejaba de ello amargamente a su marido.––La verdad, señor Bennet ––le decía––, es muyduro pensar que Charlotte Lucas será un día ladueña de esta casa, y que yo me veré obligada acederle el sitio y a vivir viéndola en mi lugar.––Querida, no pienses en cosas tristes. Tengamos esperanzas en cosas mejores. Animémonoscon la idea de que puedo sobrevivirte.No era muy consolador, que digamos, para laseñora Bennet; sin embargó, en vez de contestar, continuó:––No puedo soportar el pensar que lleguen aser dueños de toda esta propiedad. Si no fuerapor el legado, me traería sin cuidado.––¿Qué es lo que te traería sin cuidado?––Me traería sin cuidado absolutamente todo.––Demos gracias, entonces, de que te salven desemejante estado de insensibilidad.––Nunca podré dar gracias por nada que serefiera al legado. No entenderé jamás que alguien pueda tener la conciencia tranquila des-heredando a sus propias hijas. Y para colmo,¡que el heredero tenga que ser el señor Collins!¿Por qué él, y no cualquier otro?––Lo dejo a tu propia consideración. 

Orgullo y PrejuicioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora