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Anticuados y polvorientos eran los libros y las desperdigadas hojas que ocupaban las gentiles manos hacendosas del bibliotecario

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Anticuados y polvorientos eran los libros y las desperdigadas hojas que ocupaban las gentiles manos hacendosas del bibliotecario. Yació cual ratón la noche entera acomodando prolijo cada libro en su estante correspondiente, al lado de otros libros ya indicados por el orden. Aziraphale portaba sus gafas de corte redondo, viendo estrechamente los títulos gravados en dorado sobre los lomos de las piezas que tomaba de la gran pila de su ampliada colección bibliotecaria. Repasaba las letras como si de Braille se tratara y, luego de deleitarse con tal intelectualismo, posaba los libros en huecos y los encajaba en el lugar perfecto para cada uno de ellos, repitiendo el proceso de principio a fin.

Le dieron las cinco de la mañana y el ángel no llevaba más de apenas más de la mitad del total de los libros que debía acomodar. Bajó de la escalera móvil que le permitía alcanzar la cumbre se las estanterías. Se aproximó con lentitud hasta el suelo firme y, llegando, se dispuso a retirar sus gafas, utilizando ambas manos. Tras la acción, posó la diestra, con los mismos dedos que anteriormente removieron el armazón de encima de los puentes de su respingada nariz y orejas, hasta recorrer su frente y sobarse vertiginosamente por sobre las cejas, como si de esta forma lograra deshacerse del punzante dolor de cabeza, propio del mareo al que se sometió durante horas de forzar la vista bajo luces tenues, o eso creía él.

Con los párpados chocados, a ciegas, fue tentando los muebles aledaños con el fin de dirigirse con seguridad al sofá más cercano, al cual llegó en unos cuantos pasos, trastabillando, que más bien parecían zancadas, por las que pudo haberse caído más de una vez debido a su estado. Se dejó caer sentado sin más, sin soltar sus sienes, a las cuales aferraba, rogando al cielo por alivio.

Ya percibía el cantar de los pajarillos cantando, peleándose por un lugar a solas en el cableado o los balcones que albergaba la calle.

—Ah, por el amor de Dios...

Aturdido por los sonidos y cualquier luz, sobresaltó en su asiento cuando oyó la campanita detrás de la puerta principal, indicando que alguien había accedido al establecimiento. No tenía las fuerzas para incorporarse y atender, así fuera para pedir que, quien quiera que sea, se vaya en ese instante. Aunque de igual forma, ya figuraba que se trataba de Crowley. Afirmó su sospecha al oír un siseo burlón a lo lejos, propio del demonio al que conocía mejor que a sí mismo.

—Buenas noches para ti, ángel.

Crowley sonó nuevamente el timbre acústico de la entrada, Aziraphale siendo atormentado por el repiquetear del sonido. Se aferró al descansabrazos del sillón, aún con los ojos cerrados.

—¿Podrías sólo no hacer tanto estruendo, Crowley? Me lastima—llamó a petición al demonio que se encaminaba decidido al rubio, silencioso y deslizante, cumpliendo al pedido del regordete hombre sentado en una posición que no se veía tan cómoda, cosa que a Crowley le causó gracia y mostró los dientes, sonriente.

—¿Eso también tiene que ver con que estés a oscuras? Pareciera que aquí habita uno de los míos antes que un ser divino como tú, Azira—canturreó el final, apodando a su angustiado compañero, buscando reconfortarlo.

Ineffable one-shotsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora