Los Cimientos De Gondolin

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Un minúsculo suspiro invocaba desde hace tiempo una pesada y blanquecina sombra de nieve

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Un minúsculo suspiro invocaba desde hace tiempo una pesada y blanquecina sombra de nieve. Fueron demasiados los Noldor obligados a cruzar el Helcaraxë y traicionados por Fëanor. El único calor que Turgon, el sabio, poseía era el que él mismo evocaba al abrazarse a sí mismo, o bien, a su pequeña hija de pocas lunas, Idril. El elfo, hijo de Fingolfin, y una gran multitud de elfos, se encontraron en la misma situación; habían caído en las jugosas palabras de Fëanor, lo siguieron por el Alqualondë, y poco tiempo después fueron traicionados y abandonados por Fëanor teniendo que cruzar sin excepción el Helcaraxë.

La fría estación que los azotó les orilló a confeccionar ropajes más cálidos y cómodos; Muchos hicieron capas con pedazos de telas, botas improvisadas para proteger las plantas de los pies, y cosieron guantes en función de sus manos.

La ira que se retenía en sus corazones por haber sido traicionados, fue combustible suficiente para muchos, pero que poco a poco, y copo a copo se fue apagando. Los deseos de Venganza y muerte dejaron a Turgon con ilusión de conocer nuevos parajes, extender sus conocimientos en la orfebrería, y vivir en dicha y prosperidad con su hueste.

Con poco desgano lo encontraba su hermano mayor Fingon. Solían charlar las repetidas veces que todos tomaban un descanso en nombre de los más pequeños, quienes algunos también debían caminar por cuenta propia.

—Dudo y temo que los de quinientas lunas puedan soportar este frío azotador. Mira hermano, mi piel arde en llamas al sólo ser tocada —comentó Fingon en cuanto vio a Turgon acercarse abrazando a Elenwë, en un inútil intento de convocar el calor para su familia.

El azabache menor frunció el ceño pues la tormenta se alzaba salvaje a cada segundo.

El tono de desconcierto y temor se sentían en las palabras que el mayor inquirió.

—Supongo que tienes razón —dijo Turgon, el corazón le pesaba más que los pies al caminar. Su mujer e hija no tenían a sus ojos por qué pasar por tan lamentable situación—. Sin embargo, no hay tiempo que perder, pues verás el sufrimiento que ahora nos acecha, será en un futuro, un cuento del pasado distante por el que se nos engrandecerá.

Fue cuestión de metros y noticias los que Turgon y su hermano se alejaron de Elenwë con Idril en brazos. Todas las palabras que intercambiaban no eran tan alentadoras, Fingon comentó que en su padre aún corrían deseos de encarar a Fëanor, y Turgon alegó que los vástagos de Finarfin permanecían callados, pensativos. Pocos deseos de vida encontraron en las caras de sus compañeros, pero ellos aún no se habían doblegado ni ante Melkor y mucho menos por una simple tormentan de nieve.

Las piernas de Elenwë dolían, ardían y sentía cómo en cada poro de piel se formaban grietas dolorosas, las ropas que Turgon se había esforzado en coserle no cumplían de forma su función. Dejó de sentir los dedos tanto de pies como de manos, pero todo malestar fue derrumbado ante la idea que aparcó en ella; en víspera de su colapso, tanto mental como físico, se tomó un tiempo y se detuvo, bajó su mirada zafiro, y los rulos rubios colgaban de cada extremo de su cabeza, en ella se notaba el temor reprimiendo las lágrimas.

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