El escaparate

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          Ya era casi mediodía y todavía tenía que llegar a casa y preparar la comida, había pasado toda la mañana en la calle, desde muy temprano llevando a cabo varias tareas y todavía no había terminado. Esperando a que el semáforo se pusiera en verde pensaba en qué hacer para comer y cómo organizarse la tarde para terminar con toda la faena en su día libre, para que al día siguiente no fuera con prisas a trabajar. Le parecía interminable ese semáforo de la gran vía, y miraba el reloj, pensando en lo poco que quedaba para que llegara su hijo de estudiar y el marido de trabajar, en que llegarían sin la comida hecha y que la reñirían porque después de pasarse toda la mañana trabajando y volver con hambre no tendrían nada que comer, que le dirían que no tenía excusa para eso porque ella no había hecho nada por la mañana como ellos. Tendría que aguantar todas esas quejas mientras hacía la comida, un filete de ternera y una ensalada, y que encima se quejarían de eso. 

          El semáforo se puso en verde y la gente empezó a cruzar sin que ella se diera cuenta, inmersa en sus pensamientos y mirando su reflejo al otro lado de la calle en el cristal del escaparate. Un coche que se vio bloqueado por otro pitó para alertarle, lo que sirvió para reactivarla, ponerla en movimiento antes de que el semáforo volviera a cambiar. Al otro lado seguía mirándose en el escaparate, no se fijó en que era una tienda de informática, tan solo atendió a su mirada, le pareció cansada, más de lo que se encontraba, sabía que era ella mirándose, pero el reflejo que le devolvía el cristal no era como se sentía, no parecía la mujer fuerte y bella que siempre había sido, eso que todos admiraban de ella, incluso se preguntaba si era el mismo reflejo que esta mañana estaba ante su espejo. No se recordaba tan mayor y cansada, tan envejecida. En un segundo se le vino el mundo encima. "No soy yo" se dijo, "esa no soy yo" se volvió a decir. 

          De repente volvía a tener cuatro años y era feliz, jugando a saltar y correr a la vez que pasaba el tiempo, y de salto y en salto cumplía años. Ahora era una niña de diez años que soñaba con su futuro, pensando en volar, en que nada era imposible. Y otro salto le condujo a cinco años más tarde, en ese escritorio donde decidió qué asignaturas estudiar para el curso siguiente. Ese es el punto en el que se complicó su vida, ya no se preocupaba por cómo vestir a sus muñecas como años atrás, el tiempo le venía justo para estudiar, estar con las amigas y la familia, se le empezaba a amontonar la vida y esa montaña crecía año tras año.

          Los exámenes, los trabajos, la carrera que debía estudiar, las  nuevas amistades que se forjaban y que se romperían en un futuro, los libros pendientes de leer y los juguetes llenos de polvo encerrados en un cajón, la cartera vacía para salir, la preocupación por quedar siempre bien, y el malhumor de la adolescencia, pequeños montones de tierra que crecían, oscuros, asfixiantes, estresantes para alguien que casi ni se conocía. Montaña empinada que se hizo resbaladiza con cada decisión, con cada dificultad, y con insuficientes paradas de alegría y descanso.

          La universidad, la carrera que empezó y al año dejó porque no era lo que realmente quería, la otra carrera, tan diferente a la anterior que tampoco le llenaba. El primer trabajo de vacaciones y las dos empresas en las que trabajó hasta volverse a quedar en paro y encontrar un hueco en un trabajo de turnos, que solo le daban un día libre después de cinco noches. Ya no era tierra que se amontonaba en una montaña que debía escalar, sino rocas grandes que caían encima de ella, encerrándola.

          El novio que encontró en el primer año de universidad, con el que se obligaba a salir cuando tenía un hueco libre, por no quedarse en casa pensando en las injusticias del mundo, el dolor de los desgraciados y el planeta que poco más duraría por ese camino. Las piedras se amontonaban, una encima de otra impidiéndole respirar.

          Se vio con veinticinco años, con el graduado de la universidad en la mano sintiéndose desahogada, aprovechando un momento para respirar después de cinco años de carrera y el máster, un segundo de luz en una cueva oscura. Creía haber encontrado la salida, pero se metía en la siguiente cueva, otra roca que se le echaba encima.

          Y el día de su boda, la casa que compartía con su marido y el hijo que pronto vendría. Piedras más ligeras que daban gusto cargar. 

          No solo sentía la asfixia de cada momento de su vida, sino también la del tiempo que corría y corría sin detenerse, que dejaba en el corazón los recuerdos más felices y en la memoria los momentos más difíciles, sin dar tregua a su cabeza, que ahora ante el escaparate repetía, buscando el momento exacto en que todo se había torcido, lejos ya del tiempo en que no tenía obligaciones, no tenía que pensar y sólo podía ser feliz. El momento exacto en que el mundo decidió por ella.

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