¿Qué hace usted?

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Observo a Nano en la distancia de la habitación, en el sofá del rincón, lejos y sin poder acercarme lo suficiente. No me atrevo a hacerlo. Siempre vengo a verlo para hablarle desde lejos, temerosa de acercarme, de ver su pálido rostro, de las quemaduras en su cuerpo, de esperar una sonrisa que nunca llegará.

Estoy de pie, lista para dar el paso, estar junto a él para hablarle con la cercanía que siempre tuvimos antes del incendio. Sin embargo, parece que sigo siendo cobarde.

No, no es eso. Sé que no lo hago por eso. Entonces me advierto a mí misma que será otra visita donde estaré manteniéndolo al corriente a unos metros de donde él duerme desde ya tiempo.

—Perdón —le digo—. Perdón por no atreverme de nuevo. Y perdón por atreverme antes... Nano...

La voz se me quiebra, me duele, me arde en el pecho.

Lloro, como de costumbre, porque me aflige rememorar todo lo que mi hermano alguna vez fue y nunca será.

Al salir del hospital vuelvo a casa para comer algo ligero. Allí, en mi lugar íntimo, me destapo llorando. No puedo negarme a llorar a todo volumen donde sé que todo inició.

Luego del almuerzo me toca ir a trabajar.

Calculo cuándo será la fecha de pago en el hospital por mantener a Nano en su habitación y comparo la cuota con mi pago en el call center. Lo hago de manera mental, porque hacerlo de manera física sería un problema teniendo en cuenta que estoy en esperando el metro, con muchos ojos fisgones.

A veces, cuando tengo la cara hinchada por haber llorado, siento que todos me observan. Es muy incómodo.

Diviso al sujeto de la capucha, retraído, oculto. Quizás en este momento yo debería andar igual, así evitaría muchas contemplaciones que me vuelven paranoica.

Una vez llega el metro, el hombre de la capucha y yo nos subimos al mismo vagón. Mi vagón predilecto.

¿Debería crearle una historia a él también? Digo, ya me lo estoy encontrando con frecuencia, está catalogando.

¿Qué nombre debería ponerle? Uhm... Uno que no se adecúe a su forma de vestir, algo fuera de sí. ¿Juan? ¿Trevor? ¿Ken? ¿Malibú?

Tal vez luego pienso en eso, ahora mejor me distraigo escuchando buena música.


***


Mi supervisora está en reunión, así que me siento con libertad de llamar a Thomas, siempre advirtiendo cualquier riesgo, por eso, al marcarle, pienso en inventarme un nombre.

—Buenas noches, mi nombre es Ross Alexander. Estoy llamando desde la compañía Reburn para ofrecerle una promoción. ¿Es usted Ken Malibú?

—¿Ken Malibú?

—¿Le gusta el nombre que le puse? —pregunto en mi faceta confidencial.

—Un poco. No soy muy parecido a Ken.

—Ni yo a Barbie. Oiga, tengo mi ventana junto al cubículo. Mi jefa se echó a reír cuando lo vio. Por suerte no se quejó.

—¿De verdad lo hizo? —Suena escéptico—. No me lo creo.

—Claro, me pareció una buena idea, Morgan.

—Thomas. Puede llamarme Thomas.

—No le va lo de tutear, ¿eh? Bueno, Thomas.

Su nombre me sabe raro, es... extraño pronunciarlo. Creo que me he acostumbrado a tratarlo de manera formal, como lo hago con los demás clientes (que responden las llamadas).

—Ross.

Que pronuncie mi nombre me sabe aún más extraño. Siento un remezón interno, algo en mi pecho.

Basta, Ross. Es solo tu nombre.

Carraspeo para volver a mis cabales. No puedo ponerme como adolescente encaprichada por algo tan simple. Es completamente absurdo.

Mejor cambio de tema.

—¿Puedo hacer... hacerte una pregunta personal?

—Puedes —responde.

—¿En qué trabajas?

Hay un silencio extenso. Miro hacia los lados verificando que nadie esté cerca, oyendo mi charla trivial con un supuesto Ken Malibú.

—Trabajo en una carnicería —responde al fin—. No tengo un puesto definido allí, hago lo que puedo, excepto atender. No... no se me da bien relacionarme con las personas.

—Una carnicería, y yo con hambre. Qué ganas me están dando de comer bistec del tamaño de un plato.

Se echa a reír. Es bueno oírlo reír tan seguido.

—Créeme, después de seis meses trabajando allí no querrás saber nada de la carne. Yo le perdí toda la estima. Lo único que como es pescado.

Empiezo a saborearme.

—Pescado frito con brócoli. Oh cielos, mi tripa.

Me pongo a pensar en comida, la imagino sobre la mesa, en un plato y me saboreo. La imagino servida para mí. Imagino también que tengo compañía en la mesa, que el sitio frente es ocupado por una figura difusa, un rostro borroso.

Es Thomas.

—¿Ross?

Cierro mis ojos con fuerza para disolver todo rastro de imaginación, citas reales y más.

—Me perdí en pensamientos.

—¿En qué tipo de pensamientos? —curiosea.

Pese a que no me puede ver, me cohíbo a tal punto que mis mejillas se encienden con ferocidad. Me cubo el rostro y respondo de manera baja:

—Unos muy extraños.

Mi última señal ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora