Era el siglo XIX, la revolución industrial había dado ya sus frutos, otorgando trabajo a las personas que supieran manejar las nuevas máquinas, dejando ganancias a dueños de empresa y reduciendo el precio de los productos; no obstante, también, dejando de lado la forma tradicional de hacer las cosas, haciendo quebrar a los negocios independientes y llevando a muchas personas a situación de calle.
En ese tiempo no era tan difícil encontrar grupos gitanos recorriendo los pueblos, estafando, o bien, realizando actos teatrales por unas cuantas monedas. En uno de esos grupos estaba Miguel Rivera, conocido como "La flor de Lis", el gitano que más ganancias dejaba para la feria de pulgas "Notre Dame de Paris", en la que trabajaban él y su hermano mayor Marco.
Hiro lo había conocido con ese nombre.
El mitad japonés, junto con su mejor amigo Kyle, caminaban por las calles del pueblito al que visitaban con el propósito de brindar servicio médico a los habitantes, llevando consigo los nuevos descubrimientos científicos que se habían hecho en los últimos años, y que por desgracia, no llegaban tan rápido como hoy a todos los rincones del planeta. En esas se encontraban cuando fueron testigos, por casualidad, de un acontecimiento que cambiaría para siempre la vida de ambos chicos.
Frente a sus narices, mientras Hiro platicaba de manera animada con su amigo sobre lo bien que iba el proyecto de ayuda, un par de sujetos chocaron adrede con un jovencito moreno de fachas estrafalarias que cargaba consigo ingredientes para hacer sopa de verduras. El chico cayó al suelo y los hombres siguieron caminando sin ofrecer disculpas.
El pelinegro frunció el ceño reclamándole a los idiotas por no haberse fijado al caminar, cosa que al par le valió un bledo. Le dedicaron una mirada extrañada al bien parecido médico, junto con unas carcajadas que no daban ninguna clase de explicación sobre qué era lo gracioso de aquella situación.
El muchacho mitad japonés vio al moreno recoger las cosas que los otros habían tirado, murmurando -en español- malas palabras entre dientes, se acercó para ayudarle obteniendo una ojeada un tanto asustada por parte de su mejor amigo, quien solo veía la escena sin moverse de su lugar.
—¿Estás bien?— Le preguntó, recogiendo un vegetal que había rodado un poco más cerca de dónde se encontraba él.
El aludido alzó su mirada hacia donde él se encontraba, y lo primero que vio fueron unos ojos, unos ojos cafés profundos y hermosos que le daban una idea al chico de todo lo que alguna vez hubieran visto en todos sus viajes. Luego una sonrisa, una que no estaba ahí antes de que el de tez morena alzara la vista para observar a quien le ayudaba con su desastre.
—Si, gracias.
El mexicano tomó el tuberculo de la mano de Hiro, quien se había quedado pasmado durante unos segundos al observar la belleza de tan hermosa criatura.
Miguel se incorporó, sacudiéndose un poco el polvo que se había quedado en sus ropas cuando cayó. Le dedicó nuevamente una sonrisa, y se fue en dirección contraria, dejando atrás a los extranjeros, que seguía observando su camino sin decir palabra alguna.
Kyle ahora si estaba realmente preocupado. No le daba importancia al hecho de que a su amigo le gustaran los hombres, no era nada parecido, ya que, al servir como psiquiatra, manejaba muchos casos de personas que aseguraban ser del sexo contrario, o bien que "pecaban" de gustar del mismo sexo y él no veía ninguna de esas cosas como un argumento suficiente para mandar a alguien al infierno.
Lo que le inquietaba de todo aquello era que el muchacho había quedado anonadado ante un gitano. Esas personas famosas por estafar y embaucar a la gente hasta que los dejaban secos de dinero; por vender su cuerpo a cambio de unas cuantas monedas.