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—Pensé en muchas cosas, menos en esto —confesó Max en el asiento delantero de la pequeña camioneta.

Altea se encogió en el asiento del conductor tratando de esconder su sonrojo.

—Lo siento, señor —dijo apenada— no tengo suficiente magia para invocar a alguna criatura que nos ayude a transportarnos.

Max soltó una pequeña risa mientras niega levemente.

—No tienes que disculparte, y no me llames señor, es raro, solo dime Max —dijo soltando un suspiro luego— además, no tengo cientos de años, tal vez sea de tu edad.

—Pues, tengo cuatrocientos años de edad; se puede decir, que soy una adolescente.

La mirada asombrada de Max no pudo pasar desapercibida.

—Joven Amo, ella es un hada, los años no transcurren de la misma manera, ellas tardan mucho más tiempo en llegar a la edad adulta —explicó Vacco quien se encuentra en los asientos traseros.

—Es difícil comprender toda esta situación.

—Se le fue ocultado todo lo sobrenatural, no puede culparse por ser ignorante a todo lo que el mundo de los monstruos y dioses se trata, joven amo.

—Lo sé, pero igual sigue siendo complicado, Vacco —su mirada quedó perdida en la vista afuera de la ventana— he estudiado muchas cosas en mi vida, y una de esas fueron estas cosas, pero jamás les presté mucha atención.

—No poder ver dichas cosas y hacer que usted no les prestara atención era el trabajo que el Señor Hypnos tenía, joven amo —por primera vez en todo el camino Max lo miró.

Altea parece casi incomoda con la conversación, como si temiera que Max de un momento a otro pudiera decidir destruir el coche junto a metro y medio de camino.

— ¿Por qué han hecho eso? —preguntó Max con esa mirada azulada casi brillando intensamente a través del brillo del retrovisor.

—Debían suprimir su poder divino, para que en el Olimpo no se percataran de vuestra presencia —confesó— si los otros olímpicos hubieran detectado su existencia antes de tiempo, lo hubieran tratado de aniquilar o peor... Arrojarlo al tártaro.

—Y créeme, a los dioses les encanta lanzar muchas cosas al tártaro —añadió Altea.

Max, cansado ya del tema, decidió no hacer más preguntas y solo pensar en toda lo ocurrido hasta ahora, para que nada más pueda agobiarlo de sobremanera en un futuro cercano.
Lo primero que llegó a su mente, fue el encuentro entre sus tíos y los tres hijos de Afrodita. Jamás pensó que simples Erótes fueran tan poderosos, aunque fueran dioses, se suponía que solo participaban en unir personas. Sin embargo, pelearon con una destreza impresionante; digna de un olímpico. Y, aun así, Max siente en su pecho que no es ni la cuarta parte de lo que pueden hacer.

Eros se contuvo por una razón, e hizo que sus hermanos hicieran lo mismo, al igual que sus tíos no pelearon con todo su poder.

¿Por qué se limitaron?

No tiene sentido, al menos no para él, ni siquiera pudo protegerse de una simple flecha.
El pecho de Max pareció oprimirse, dejando un frío insoportable.

No había parado a pensar en aquella flecha que Eros clavó en su pecho, y que esa misma se ha convertido en luz para desaparecer debajo de su piel, donde está su corazón. Llevó casi de manera inconsciente su mano al lugar, y la dejó allí. Se preguntó qué significará, porque no cree que se haya salvado solo por ser atractivo y gentil.

De tanto pensar y pensar, cayó dormido.

Apareció en una cabaña, o eso dedujo al ver que todo es de madera. Sale al pequeño pasillo fuera de la habitación que da hacia unas escaleras, por alguna razón, sentía que debía salir de la habitación¸ como si algo lo estuviese llamando. Se quedó mirando el inicio de las escaleras y una brisa gélida pasa con fuerza haciéndolo entrecerrar los ojos. Trató de moverse para seguir su camino, pero sé le es imposible. Su cuerpo está paralizado viendo la escalera.

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