☀️🌙

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Raoul vivía en los rayos de sol.

Recorría el agua, las rocas y la arena montado sobre ellos, como si fuese una tabla de surf, bañando de luz todo aquello por lo que pasaba.

Las flores de colores se abrían bostezando, perezosas; las ramas de los árboles se retorcían para saludarle y la hierba se alzaba a su paso, estirándose.

El agua se volvía brillante, esmeralda, turquesa y brava. Vivaracha de sentir el calor de su presencia, haciéndola más transparente, cálida y fresca a la vez, llamando la atención de las criaturas que habitaban en ella que, cuando le veían pasar, sabían que ya era hora de salir a pasear. Las ranas croaban para darle los buenos días, los peces salían a desayunar de los pequeños nutrientes que encontraban y las algas bailaban con las burbujas que emitían los cangrejos que aún quedaban enterrados en la arena.

Le contaba chistes a las chicharras para que fuesen sin parar.

Llegó al último punto que quedaba sin sol, en la copa del pino más alto y, cuando la hoja que más arriba estaba, la que coronaba el árbol, se iluminó, sonrió feliz. Los dientes blancos reflejaban la luz que arrastraba a su paso y sus cabellos dorados la difuminaban en todos los ángulos posibles.

En ese momento, con Raoul en su punto más alto, todo brillaba más y hacía más calor.

Observaba cada zona a la que sus ojos alcanzaban, asegurándose de que todo estaba bien, que cada criatura, planta y piedra estaban cómodas y recibían su dosis de felicidad. Sin embargo, cuando por su mente se cruzaba el pensamiento de cuánto le gustaría compartir esa belleza con alguien más, su sonrisa flojeaba un poco y los labios encapotaban sus dientes.

Las nubes se acumulaban y amenazaban. Él no quería, debía brillar, pero ese relámpago que se producía en su interior sin poder evitarlo le abrasaba y le paralizaba.

Y él llovía. Y las nubes lloraban.

Entonces veía que los animales se refugiaban, las flores se escondían y el agua se picaba. Y no le gustaba. Por lo que se limpiaba la lluvia y volvía a sonreír, sacando de nuevo el sol, con más fuerza que antes.

Tras jugar durante horas con el bosque, sus ojos pesaban y su sonrisa, satisfecha, se cansaba, emitiendo una luz más pequeña, más dorada, menos caliente.

Y cuando miraba al horizonte, se asustaba. Su luz se iba consumiendo al paso de aquella sombra que pedía su sitio. Y él corría, huyendo de aquello que parecía querer alcanzarle. Los rayos más ancianos, aquellos que ya se extinguieron cuando él no era más que una lucecita del amanecer, le contaron mil y una leyendas sobre aquella ausencia de luz.

Unos decían que era un ente que se alimentaba de la luz del sol y por eso los rayos desaparecían cuando llegaba, otros que le decían que era un demonio que odiaba la vida y por eso los animales a su paso dormían y las flores se cerraban. Nunca supo cual era la verdad, pero tampoco quería descubrirla, por eso corría sin descanso, llevándose la luz con él hasta que desaparecía por el horizonte, quedándose a salvo.

Agoney frenó justo cuando llegó al filo del agua, no podía avanzar más.

Suspiró frustrado. Cada noche intentaba alcanzar aquella luz brillante que parecía hacerse más pequeña cuando él se acercaba.

Sabía que le daba miedo. Era algo a lo que le habían preparado desde que salió de aquella estrella. Le temían porque no le conocían. Al mundo le daba miedo la oscuridad porque no ven, porque no sabían verla, se sentían seguros en la luz y no se molestaban en descubrir la belleza de su ausencia.

Retrocedió en sus pasos hasta sentarse en una roca, agarrándose las rodillas y mirando la luz que flotaba en el mar, como ese último rescoldo que quedaba en la superficie antes de hundirse para dejar paso a la plata.

Crepúsculo astronómico || One-ShotDonde viven las historias. Descúbrelo ahora