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Señor, ancla nuestros pies en la tierra y nuestros ojos en el camino, y
no nos dejes olvidar a los ángeles caídos que, queriendo elevarse, se
quemaron con el sol y perecieron en el mar con las alas derretidas. Señor,
ancla mis pies en la tierra y mantén mis ojos en el camino para que nunca
tropiece.

Salmo 42

La tía insiste en acompañarme a los laboratorios, que, como todas las oficinas de la Administración, están
dispuestos en línea a lo largo de los muelles: una fila de edificios blancos que brillan como dientes sobre la boca ruidosa del océano.

Cuando era pequeño y acababa de mudarme a casa de Carol, ella me llevaba a la escuela todos los días. Mi madre, mi hermana y yo habíamos vivido más cerca de la frontera, y yo me moría de miedo en aquellas calles enrevesadas y oscuras donde olía a basura y a pescado rancio. Siempre deseé que la tía me tomara de la mano, pero ella nunca lo hizo; yo apretaba los puños y seguía el hipnótico frufrú de sus pantalones de pana, temiendo el momento en que la Academia Masculina Saint Anne se alzara en lo alto de la última colina: aquel edificio oscuro de piedra, cubierto de grietas y fisuras como el rostro curtido de los pescadores que trabajaban en los muelles.

Es asombroso cómo cambian las cosas. Entonces me daban pánico las calles de Sugukami y era reacio a alejarme de mi tía. Ahora las conozco tan bien que podría seguir sus curvas y pendientes con los ojos cerrados; de hecho, en este momento desearía quedarme solo. Aunque el océano está oculto por las tortuosas ondulaciones de las calles, su olor me relaja. La sal del mar vuelve el aire granuloso y cargado.

—Recuerda —me está diciendo la tía por enésima vez— Quieren saber cosas de tu personalidad, pero cuanto más generales sean tus respuestas, más posibilidades tendrás de que te tengan en cuenta para distintos puestos—

Mi tía siempre habla del matrimonio con palabras sacadas directamente del Manual de FSS, palabras como deber, responsabilidad y perseverancia.

—Vale —respondo.

A nuestro lado pasa veloz un autobús. Lleva el emblema de la Academia Saint Anne pintado en un lateral; rápidamente bajo la cabeza. Todo el mundo sabe que hoy me van a evaluar. Solo se hace cuatro veces a lo largo del año y los turnos se asignan
con mucha antelación. El maquillaje que la tía me ha obligado a ponerme hace que sienta la piel pastosa y resbaladiza. Al mirarme en el espejo del baño parecía un pez.

A pesar de mi apariencia nunca me ha gustado destacar, no me gusta vestirme bien o resaltar aunque sea un poco.

Mi mejor amigo, Yoarashi, cree que estoy loco.

Claro, el es guapísimo: incluso cuando no hace más que ponerse un gorro en el poco cabello que tiene, parece como si acabara de vestirlo el mejor estilista.

Yo no soy feo, pero tampoco guapo; soy del montón. Mis ojos son bicolores, uno azul verdoso y otro gris. Hago mucho ejercicio por lo que podría decirse estoy en buena condición física.

—Si te preguntaran, Dios no lo quiera, por tu prima, acuérdate de decir que no la conocías muy bien...

—Va-a-le.

Solo la escucho a medias. Hace calor, demasiado teniendo en cuenta que aún estamos en junio. El sudor empieza ya a picarme en las axilas y en la parte baja de la espalda, a pesar de que esta mañana me embadurné de desodorante.

A la derecha queda la bahía de Casco Bay, encajonada entre Peaks Island y
Great Diamond Island, donde se alzan las torres de vigilancia. Más allá está el océano abierto, y más lejos aún, todos los países y ciudades que se vendrán abajo destruidos por la enfermedad.

Delirante «TodoDeku » Donde viven las historias. Descúbrelo ahora