Parte 1 - La primera vez

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Ya se han ido todos

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Ya se han ido todos. Ha sido un día intenso, inmejorable y que siempre quedará en sus recuerdos. Ha habido risas, brindis, fotos, abrazos y besos. Pero ahora cae la tarde y la pareja de recién casados se dirige a la casa principal, cogidos fuertemente de la mano. Can hace rato que abandonó su levita y la corona de margaritas cuelga distraída de la mano libre de Sanem. En todo el camino hasta la casa no han podido dejar de mirarse, de sonreír, de comentar el día.

El momento que tanto han esperado está cerca y ambos están ansiosos, pero al mismo tiempo no quieren apresurarse. Tal vez por eso se paran ante la puerta y Can coge la cara de Sanem entre sus manos. Las margaritas caen cuando ella pone las suyas sobre las de él. La luz dorada del atardecer inminente les acaricia mientras los ojos recorren la cara del ser amado. Sanem tenía razón. Ellos son las palabras. No necesitan decirlas.

Cuando llegan a la habitación de Sanem, Can cierra la puerta tras ellos, y el aire súbitamente se hace pesado, el ambiente cambia, la tensión crece. La espalda de Sanem está cerca de la pared. Camina hacia ella. Despacio, cercándola, con los párpados medio cerrados, observándola como el león que se aproxima a su presa.

Sanem le observa con la respiración agitada, los labios entreabiertos. La proximidad de Can le hace caminar de espaldas hasta que choca suavemente con la superficie tras ella. Con deliberada lentitud, Can coge su mano derecha, la sujeta por encima de su cabeza. Atrapa su mano izquierda, que corre la misma suerte. Sanem cierra los ojos brevemente y traga saliva, antes de volver a abrirlos y fijarlos en él.

C: "Con este vestido pareces sacada de un sueño" – sujeta las dos manos de Sanem con una de las suyas y con la otra, su dedo hace lentamente el recorrido desde su muñeca hasta el pico de su escote, pasando suavemente por su pecho, provocándola escalofríos. "De uno de mis sueños. ¿Sabes cuántas veces he soñado contigo?".

La voz de Can es baja, grave, acariciante. Sanem se retuerce, acerca sus labios a los de él. Por un segundo, Can la deja creer que van a besarse. Pero en el último momento, sonríe y baja la cabeza, acerca su nariz a su cuello. Ese olor. Su aroma. Ese que nadie le puede quitar. Inspira con fuerza y oye el suave gemido de Sanem, que provoca en su interior sentimientos dulces y al mismo tiempo salvajes. Han sido años deseándola. Quiere volverla tan loca como lo está él. Quiere que olvide su timidez o sus miedos. Que le vea solo a él, que solo piense en él, en estar con él, que comparta su deseo agudo y fiero.

Deja un reguero de besos por su cuello, de un lado al otro, rozándola con su nariz, su barba. Más ruiditos por parte de Sanem le dicen que va por buen camino. Suelta sus manos, que Sanem deja caer hasta que quedan apoyadas en la parte de arriba de su cabeza. Da un paso atrás y no deja de mirar su cara, cómo su cuerpo se agita y se retuerce suavemente. Es lo más sexy que ha visto en su vida. Veremos qué le parece esto, señora Sanem, se dice a sí mismo mientras se saca los zapatos con los pies y empieza a desabrocharse muy lentamente el primer botón de la camisa.

Sanem deja que sus manos se deslicen hacia abajo despacio sobre la pared. Siente que tiene que agarrarse a algo, agarrarse a él, pero a la vez no quiere interrumpir el espectáculo. Su respiración cada vez se acelera más. Aprieta los muslos bajo el vestido, siente que aumenta el rubor en sus mejillas.

Cuando ya casi ha terminado, Sanem se acerca y le ayuda, casi arrancando los dos últimos botones. Le mira desde debajo de las pestañas. Le recuerda a la noche de su reciente baile: vestida de rojo, puro fuego, extendiendo hacia él su mano, invitándole a bailar. Su mujer, siempre ángel. A veces, como ahora, un pequeño demonio.

El vestido suave, que flota alrededor de sus piernas, que se ajusta a su pecho, está a punto de hacerle perder el control. Y Sanem está claro que ha decidido pasar a la acción. La camisa ya está en el suelo, y ahora le quita los collares uno a uno, con esa mirada pícara. Con una sonrisa de medio lado, deja el del fénix puesto. Sus ojos parecen decir "este se queda". Posa las manos en su pecho y se acerca a darle besos en el hombro, la clavícula, el pectoral, el albatros... Can juega con el pelo largo entre sus dedos, cierra los ojos y respira con fuerza, luchando por contener las ganas de echársela al hombro y llevarla directamente a la cama. Los cierra aún más cuando siente las manos de Sanem explorando sus abdominales. Sus recovecos y sus valles. Se humedece los labios. Abre los ojos y la ve absorta observando el recorrido de sus propias manos.

Cuando la palma grande y caliente de Can se posa en su cuello, los párpados de Sanem se cierran y ladea la cabeza ligeramente, dándole más espacio. No puede evitar el suspiro que sale de su garganta. Nunca se han tocado así, tan frente a frente, tan expuestos, con un fin tan claro. Todo es emocionante, excitante. Las manos de Can bajan por sus brazos con lentitud y vuelven a subir. Bajan por los bordes de la parte delantera del vestido, los dedos colándose bajo la tela lo justo para acariciar la parte externa de sus pechos, que se sienten pesados. Cuando las manos vuelven a subir y empiezan a bajar los tirantes por sus brazos, ni siquiera se le pasa por la cabeza protestar. Solo le mira, respirando agitada, perdida en los ojos de Can, que no los aparta de ella.

El vestido cae a sus pies, encerrándola en un círculo de tul y pequeñas flores brillantes. Cuando Can piensa que va a avergonzarse, que le vencerá la timidez por estar medio desnuda ante él, le sorprende apoyando las manos en sus hombros y saltando para que la coja. Sus brazos reaccionan por reflejo antes de que él sepa siquiera qué está pasando. Las suaves, desnudas piernas de Sanem rodean su cintura. Sus manos sujetan su trasero y las de su amante cogen su cara para besarle. No queda ni rastro del beso casto durante la celebración de su boda. Can la aprieta con fuerza contra él, devolviéndole los besos con la misma urgencia.

Despacio, se dirige con ella enredada en él hacia la cama de matrimonio. Sanem siente el vello corto de su pecho, presionado contra el de ella. El colgante del fénix. Sus manos en su trasero y su espalda. Y su calor. Can está ardiendo, y ella empieza a sofocarse, el sudor pegando el pelo a su nuca, su cuerpo pegado al de él, sus besos cada vez más íntimos, más intensos.

La propiedad es privada. Sabe que nadie va a llegar de manera inesperada, pero ahora es más consciente que nunca de las paredes de cristal, de la desnudez de los dos ante el mundo. Y un cosquilleo recorre su espalda. Can la deja sobre la cama y se aleja un par de pasos para verla. La recorre con la mirada mientras se desabrocha el pantalón y Sanem no se queda atrás, devorando cada centímetro de su cuerpo. Su albatros. Su imponente pájaro. De cerca es incluso mejor que de lejos, saliendo de la piscina. Sonríe al recordar cómo le espiaba hacía apenas un par de semanas. Can le devuelve la sonrisa.

Se une a ella en la cama y Sanem le abraza con fuerza. Comienzan las caricias, siguen los besos, y cuando más tarde Can vuelve a sujetar sus muñecas y muerde sus labios, susurrando entremedias ardientes palabras, Sanem aparta la cara. Contorneándose bajo su cuerpo, sintiéndole tomar posesión del suyo, susurra en su oído lo que ha querido decirle desde que ha vuelto: "Eres mío, Can bey. Y punto".

La noche de bodas de Sanem y CanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora