II. Something about us

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• POV Candy •

Aquella mañana era jueves.

El sol brillaba por todo lo alto. Sentía ligeras náuseas, gracias al movimiento del barco. No puedo negar que había perdido gran parte de mi excelente condición física, gracias a mi trabajo y a que los últimos meses no había hecho más que papeleo y más papeleo de todo tipo.

Necesitaba volver al Hogar de Pony y la única forma era viajar. No había más.

El barco haría escala en Southampton.

Estaba ¿Ansiosa, quizá? Al final de cuentas, fue allí donde me despedí de Gran Bretaña. Y de Terry.

Al llegar al puerto, algunos pasajeros bajaron, otros subieron. Todos volvíamos a América, pero a quienes abordaron no los vi, pues pasé la mayor parte del día en el camarote, con el estómago realmente descompuesto.

Era la única mujer sin compañía en el barco, y el capitán, que conocía perfectamente a varios miembros de la familia Andrey, sobre todo a Albert, quien había viajado ya en dos ocasiones antes con él, me prodigó toda clase de atenciones.

Por más grande que fuese el mundo, descubrí con el pasar de los años que la familia de Anthony y de Albert, tenía enorme poder y conocían a muchísimas personas importantes, situación de la que hasta cierto punto me beneficié, pues gracias a eso conseguí mucho patrocinio para los huérfanos del Hogar y las brigadas de primeros auxilios en tiempo de guerra, entre otras cosas. Pude ayudar y eso valía el tener que echar mano del apellido que un día Albert decidió darme.

Ya por la tarde, salí a tomar un paseo.

El sonido de las gaviotas sobrevolando el barco, el azul intenso del cielo y el olor a sal, más atenuado ya en altamar, ciertamente me ayudaron a mejorar, porque una vez regresé de vuelta al camarote para la cena de gala, en honor del día de San Valentín, festividad dedicada al amor y a los amigos cercanos, decidí vestir acorde a la celebración.

Pensé que era un poco triste celebrar el amor cuando éste no existía allí afuera para mí, pero también pensé que si otros lo tenían, era porque el amor nunca se extingue, siempre está allí, en nosotros, aunque alguien más no nos lo prodigue.

Había aprendido a vestir y a comportarme al fin como una dama.

Ya nadie recordaba los desatinos de cuando era una jovencita ni tampoco nadie me corregía más por cómo hablaba o cómo me comportaba a la mesa. Nadie me reprendía y había aprendido que la libertad de ser, es lo más valioso que tenemos y sólo nosotros mismos decidimos cómo y cuando queremos ser de un modo diferente, pero lo importante en realidad de ser, era ser uno mismo y no cambiar jamás en lo esencial.

Me enfundé un vestido rojo de satín de seda. Realmente era muy ostentoso y había sido un regalo de Albert. Llegaba hasta los tobillos, donde se veían apenas mis pies enfundados en pequeños tacones Luis XV del mismo rojo satín color carmín con orlas y pequeñas piedrecillas de ese tono. Los rizos, ciertamente esponjados por la humedad en mi cabello me dieron problemas, pero al final los hice pequeños rulos que sostuve con horquillas. Algunos se escapaban rebeldes de mi cabeza, pero al observarme en el espejo, quedé anonadada al descubrir que incluso eso parecía elegante. El frente de mi cabeza estaba coronado con una tiara de rubíes, regalo del padre de Annie en una de sus visitas al Hogar, con el que contribuía periódicamente desde el día que la había adoptado. El señor Britter siempre fue sumamente atento en compensación por lo mucho que amaba a su hija y por lo mucho que había deseado que yo también lo fuese, como tantas veces me lo había expresado con real afecto. Apenas llevaba maquillaje, porque las tendencias de moda en América no eran tan excesivas como en Inglaterra, donde las mujeres no salían sin maquillaje, rubor, lápiz de labios y una sustancia negra con la que teñían sus pestañas para enmarcar los ojos, pero que tenía la particularidad y problemática de correrse una vez estos se humedecieran.

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⏰ Última actualización: Aug 02, 2019 ⏰

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