Cosas que no me dejan dormir

IV. El Baile

La orquesta empezó a tocar una pieza bellísima. Casi que inmediatamente y al mismo son de la canción los demás presentes se acercaron al gran salón junto a sus parejas. Estabas junto a mí, con un gran y presuntuoso vestido azul. No me quería levantar, pero me tendiste tu mano y no me pude negar. Nunca me puedo negar a ti. No volteaste mientras me llevabas de la mano al centro del salón. Volteaste finalmente y me sonreíste, te sonreí de vuelta. Tus manos se enredaron en mi cuello y las mías al rededor de tu cintura. Sabías que era torpe con los pies pero eso no pareció importarte, nunca pareció hacerlo. Te pise algunas veces, perdón, pero en mi defensa solo diré que ya sabías lo aritmico que era. Ver tus ojos en ese momento hacía que se me dibujara una gran sonrisa en la cara.
Dimos vueltas por todo el salón, casi nos veíamos olvidando de toda la multitud de personas que se encontraba junto a nosotros. Un paso y luego el otro, nuestras frentes chocaban por accidente y nos reíamos. Nos reímos bastante, tú de mí, yo de ti, nosotros de ellos, y creo que ellos de nosotros, nunca lo supe, nunca pregunté, nunca me importo. Tú sí te veías consternada, preocupada. Te llamaban la atención las otras lenguas. Cuando los murmuros se hacían muy fuertes y hacían oír sus ecos, veía como tu ya tenue sonrisa se apagaba y tu mirada, antes centrada en mí, se perdía entre el piso.
Te vi amedrentada, tus ojos ya no reflejaban luz, tu vestido no brillaba tanto, tus pasos eran torpes, perdidos, erráticos. Me dijiste que te querías sentar, pero yo por fin podía seguir el ritmo de la canción, en un principio me negué, pero al ver tu insistencia, te acompañé a los asientos.
Nos sentamos, cada uno en una silla, encerrados en un silencio y bajo el frío de un hielo. Roce tu rodilla como siempre solía hacerlo, pero esta vez no te causó nada de gracia. Entendí que no querías estar en este lugar y nos marchamos.
No volvimos a bailar.