«Todos somos iguales en nuestra creencia secreta y nunca dicha de que, en lo profundo, somos distintos a todos», reflexionó el príncipe recostado sobre el alféizar de su balcón, mirando alternadamente al reino bullicioso a sus pies, y al horizonte lejano y silencioso, deseando conocer lo que hay más allá de los muros que lo encierran para saciar su hambre de aventura. Creía con firmeza que todos eran iguales, que todos podían alcanzar el mismo estatus y el mismo nivel de conocimiento si tuvieran la oportunidad; estaba seguro de que, si alguien más tuviera la preparación que él ha tenido desde su nacimiento, ese alguien fuera tan capaz de ser rey como lo era él mismo, y quizás hasta gobernaría mejor, puesto que el trono no era de su interés en ese momento. No rechazaba la responsabilidad que estaba por recaer sobre sus hombros ahora que su padre había fallecido, pues para eso había nacido, pero coronarse con apenas quince años se le hacía una pesadez, un sacrificio. Deseaba conocer el mundo, explorar la misteriosa isla de Sacarac, de la que los marineros aseguran haber escuchado lamentos interminables de agonía. Su inmensa curiosidad lo empujaba a descubrir el motivo de los supuestos lamentos, a la vez que le excitaba la imaginación, haciéndole pensar en algún animal pequeño, sin duda, del tamaño de un perro a lo mucho, gimiendo a todo pulmón para espantar a los posibles depredadores provenientes del mar; o quizás sí fuera un fantasma que deambula por toda la isla sin saber cómo encontrar la paz eterna. La noche que escuchó la anécdota no pudo dormir tratando de descifrar lo que originaba tal lamento, y estuvo un mes entero tratando de convencer a su padre de que lo enviara junto a un par de sus caballeros más bravíos a la isla, a lo que, por supuesto, el rey se negó rotundamente, prometiendo castigar a cualquier persona que intentara ayudarlo a salir del reino, según él, porque ir a esa isla era una muerte segura. Nunca le explicó por qué, pero él necesitaba saberlo.
Pensando en su futuro inmediato, reconociendo que no podía hacer otra cosa más que aceptar el trono, profundizó en sus cavilaciones: «¿Y si yo no hubiese nacido?». Si no hubiese nacido, ni él ni ningún otro hijo de su señor padre, ¿quién se quedaría con el trono? Su madre no, la ley y la tradición se lo impedía; ley que le parecía de lo más absurda, ¿cómo se le podía negar a una mujer el derecho a sentarse en el trono si ellas habían nacido para criar? ¿Y qué era el pueblo para un rey sino un montón de hijos a los que debe guiar y proteger? No hay ser más capacitado para tal empresa que una mujer, pacientes, condescendientes e inflexibles según sea menester, y hasta mortíferas si se lo proponen. Aunque, quizás, esas conductas son inculcadas por la educación que se les da por el hecho de ser mujer: Mientras a él y a sus dos hermanos más pequeños se les prepara para pelear y gobernar, a su hermana menor se le enseña a tejer, a tocar el arpa y a criar. Educación, esa era la mayor diferencia entre las personas. Todos desean vivir en mejores condiciones, alimentarse mejor, beber licores de mejor calidad, en fin, todos desean ser felices, y la felicidad sólo puede encontrarse recorriendo el camino del conocimiento.
Decidió que le daría oportunidad a todos de tener acceso a la misma educación que él había tenido. Eso crearía personas más capaces en todos los ámbitos posibles, lo que haría del reino un lugar mejor para toda clase de actividades. El reino sería una utopía en la que no sería necesaria la figura del rey para sostenerse. Así él podría dejar el trono vacío para viajar por todo el mundo y conocer los lugares más remotos y misteriosos; ver con sus propios ojos los dragones que sobrevuelan de día el ardiente desierto de Oroc y contemplarlos durante el atardecer cuando cavan las madrigueras en las que dormirán; entablar una sociedad con los ogros de Ailuz, quienes, era bien sabido, tienen las minas de oro más grandes, pero son incapaces de extraerlo y de usarlo para su beneficio debido a su bajo intelecto; también, deseaba ir más allá del reino de Anayug y dibujar mapas de las tierras más allá del océano.
Quería hacer tantas cosas, que le costaba imaginarse sentado en el trono todo el día esperando a que sus lacayos —lacayos que juraba no necesitar— le trajeran cualquier bebida o comida. Eso le hizo consolidar la idea de crear una utopía en la que nadie tuviera que servir a otro para llevar comida a su mesa.
Emocionado, construyendo ese futuro en su cabeza, bajó las escaleras de su torre rumbo a la Sala de Consejo, donde pidió que llevaran a la bruja de la corte. Necesitaría de toda la ayuda que ella le pudiera proporcionar con sus conjuros, su humo y sus bebidas espirituosas. Desde pequeño la admirada porque tenía no sólo la sabiduría que le conferían sus más de cien años, sino también por poseer los poderes para llegar a la cumbre del conocimiento. Ahora que sería rey, le pediría que lo instruyera en todas sus artes, por muy oscuras que estas fuesen; las usaría para crear ese camino a la utopía con la que estaba soñando.
Cuando la anciana llegó a la sala, con mucha amabilidad la sentó en la silla más cómoda, la suya. Ella le agradeció con una reverencia apenas visible, una sonrisa sin dientes, y una mirada velada de blanco. Era la primera vez que él la veía tan de cerca.
—Hace tiempo que no necesito los ojos con los que nací para poder ver, su alteza —dijo la bruja con un tono maternal, como si hubiese leído lo que él estaba pensando.
Él asintió, maravillado. Ella le preguntó qué deseaba.
—Si ve tanto como he escuchado que puede, no necesitará que le dé explicación alguna para que usted me dé su consejo —contestó el joven príncipe, su voz era tersa, pero con sus palabras estaba retando a la bruja para asegurarse de que hacía lo correcto al apoyar sus planes en ella.
La anciana bebió un trago de agua para aclarar la garganta, dio un largo suspiro, y empezó a hablar.
—Todos somos iguales, sí, somos carne y hueso, todos nosotros, pero la desigualdad que te planteas no tiene sus raíces en la educación. Dos personas con la misma educación, nacidos de los mismos padres, e incluso siendo gemelos, nunca pensarán igual, nunca actuarán de la misma forma, pues así como tú quieres recorrer el mundo, todos tenemos nuestros propios intereses, muy diversos. Aunque somos iguales hasta en la necesidad de creer en algo o alguien más allá de nosotros mismos, como un padre o una madre, un dios, un mesías, o un rey, y saber que esa figura tiene un poder mayor al que nosotros tenemos, controlando las cosas que se nos escapa de las manos, con la voluntad para hacer lo que sea necesario por el bien común aún a costa de su propio sacrificio o el nuestro, para sentir que vivimos en paz, el rey, o la figura que sea, debe ser una excepción, él debe enclaustrarse en su castillo y velar desde allí por el bien de todos, obligado a ignorar sus propios intereses.
»El rey debe ser un símbolo de paz y autoridad porque garantiza que quienes están bajo su cuidado sean libres sin dañar a otros. Pues mayor al deseo de ser felices, de ser diferentes, de ser mejores, es el deseo inapelable de ser libres. Un Mundo en el que todos fuéramos educados para ser reyes, en algún momento se vería colmado por la guerra, ya que nadie querría ser mercader, herrero, brujo o sirviente, sino rey, por lo que, a su vez, querría estar por encima de todo y de todos, creyendo que ese es su destino.
—¿Entonces la desigualdad es necesaria para el avance? ¿Uno debe llevar sobre sus hombros el peso de miles? ¿Las cosas deben mantenerse como están para que haya un futuro? —preguntó el príncipe, incrédulo.
—Así es —contestó la anciana.
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Sueños Lúcidos [Dreamy Words]
KurzgeschichtenLibro de relatos creado para los Dreamy Awards creado por @ChasingTheSun_2018