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CARSON


"Cuanto más perfecto luzca uno
por fuera, más demonios alberga
en su interior."

SIGMUND FREUD



Seguía durmiendo hecha una bola contra la ventanilla, aun con la ropa mojada, el pelo rubísimo cubriéndole esa preciosa e inocente cara de belleza atormentada y gimoteando de vez en cuando como un cervatillo herido.

No era un sueño apacible, pero había logrado convencerla de que si no quería volver a su casa, al menos nos quedásemos en el coche. Había logrado sacarla del hotel de una pieza y que sus sesos no terminaran desparramados por la acera.

Para su mala suerte, era un animal nocturno y cuando la vi saltando las verjas de su propia casa no me hizo falta ningún detector para suponer que algo no estaba yendo bien; tenía instinto para meterme en situaciones jodidísimas, pero no para suponer que la encontraría colgando de una cornisa a punto de quitarse la vida.

Al menos había averiguado algo más: no tenía el corazón roto. La habían hecho pedazos de una forma más profunda e irreversible. Alguien la había jodido lo suficiente como para asegurar que no se arrepentiría de hacerle daño ella misma.

Sabía que estaba rota, pero no había podido dilucidar hasta qué punto..., y el saber que otra persona le había provocado aquel nivel de sufrimiento me producía una sensación amarga en el pecho; esa absurda sensación de ira se expandía por mi torrente sanguíneo porque habían tocado a alguien que me pertenecía.

Solo yo tenía el puto derecho de romper y arreglar mis juguetes favoritos.

El amanecer se aproximaba y yo no había dejado de mirarla, observando ese mordisco que ella misma se había infringido en la rodilla.

Conocía la sensación de querer sustituir un dolor con otro más contundente y rápido. Era eficaz para aliviar la ansiedad, la presión de no ser capaz de sentirlo todo a la vez: un dolor a la vez sí eras capaz de administrarlo.

No había querido cambiarse sin importar que tenía un montón de ropa; nunca pensé que me resultaría útil tener un segundo armario en el maletero. Tenía la calefacción a tope, pero Harper todavía temblaba de vez en cuando y sus dedos largos y finos se aferraban a los puños de la sudadera de forma inconsciente.

Me recosté en el asiento, intentando acomodar mis huesos entumecidos por estar tanto tiempo en la misma postura; tenía el culo plano, pero no iba a dejarla tirada en el coche, a pesar de que fuera perfectamente capaz de recorrer los metros que la separaban de su casa ella solita.

No era ninguna niña..., pero era frágil.

Era una criatura preciosa y rota que mi parte masoquista y obsesionada se deleitaba observando y admirando. Y no me importaba lo jodida que estuviera su cabeza; la mía tampoco brillaba por su esplendor emocional.

Había leído por ahí que a veces las piezas rotas eran las que lograban encajar a la perfección.

Joder, no me podían atraer las mujeres corrientes, sin traumas, ni pasados difíciles y por las que no tuviera fijaciones desde que era un crío idiota que solo deseaba migajas de la dulzura y la luz que trasmitía su aura.

Suspiré y para aplacar el aburrimiento saqué la cajetilla de tabaco del comportamiento del café, y la abrí, mascullando un taco al ver que solo me quedaba un cigarrillo.

«Que puta buena suerte, capullo...».

Hice un puño con el cartón y lo tiré por el hueco de la ventanilla abierta antes de encender el cigarrillo; ya lo que me hubiera faltado era que el Zippo se me quedara sin gas.

PERVERSAS MENTIRAS [HIJOS DE LA IRA I] | Nueva VersiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora