11 Ana

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Con elegante soltura, Christian le da a la bola blanca y esta se desliza sobre

la mesa, roza suavemente la negra y oh… muy despacio, la negra sale rodando, vacila

en el borde y finalmente cae en la tronera superior derecha de la mesa de billar.

Maldición.

Él se yergue, y en su boca se dibuja una sonrisa de triunfo tipo «Te tengo a

mi merced, Steele». Baja el taco y se acerca hacia mí pausadamente, con el cabello

revuelto, sus vaqueros y su camiseta blanca. No tiene aspecto de presidente ejecutivo:

parece un chico malo de un barrio peligroso. Madre mía, está terriblemente sexy.

—No tendrás mal perder, ¿verdad? —murmura sin apenas disimular la

sonrisa.

—Depende de lo fuerte que me pegues —susurro, agarrándome al taco para

apoyarme.

Me lo quita y lo deja a un lado, introduce los dedos en el escote de mi blusa

y me atrae hacia él.

—Bien, enumeremos las faltas que has cometido, señorita Steele. —Y

cuenta con sus dedos largos—. Uno, darme celos con mi propio personal. Dos, discutir

conmigo sobre el trabajo. Y tres, contonear tu delicioso trasero delante de mí durante

estos últimos veinte minutos.

En sus ojos grises brilla una tenue chispa de excitación. Se inclina y frota

su nariz contra la mía.

—Quiero que te quites los pantalones y esta camisa tan provocativa. Ahora.

Me planta un beso leve como una pluma en los labios, se encamina sin

ninguna prisa hacia la puerta y la cierra con llave.

Cuando se da la vuelta y me clava la mirada, sus ojos arden. Yo me quedo

totalmente paralizada como un zombi, con el corazón desbocado, la sangre hirviendo,

incapaz de mover un músculo. Y lo único que puedo pensar es: Esto es por él…

repitiéndose en mi mente como un mantra una y otra vez.

—La ropa, Anastasia. Parece ser que aún la llevas puesta. Quítatela… o te

la quitaré yo.

—Hazlo tú.

Por fin he recuperado la voz, y suena grave y febril. Christian sonríe

encantado.

—Oh, señorita Steele. No es un trabajo muy agradable, pero creo que estaré

a la altura.

—Por lo general está siempre a la altura, señor Grey.Arqueo una ceja y él sonríe.

—Vaya, señorita Steele, ¿qué quiere decir?

Al acercarse a mí, se detiene en una mesita empotrada en una de las

estanterías. Alarga la mano y coge una regla de plástico transparente de unos treinta

centímetros. La sujeta por ambos extremos y la dobla, sin apartar los ojos de mí.

Oh, Dios… el arma que ha escogido. Se me seca la boca.

GREYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora