Déjala arder

572 15 2
                                    


-. Me besó en la frente y me dejó allí sentada, callada, con una expresión grave que desfiguraba mi rostro. Se alejó y se sentó en un sillón de madera cercano al mío a leer un periódico. Unos años antes su comportamiento me habría parecido despreciable, un infernal maltrato a un alma inocente, pero ahora ya simplemente no podía sentir nada: mi padre me había acostumbrado a su ciclo: maltrato, culpabilidad y disculpas, tanto así que ya lo veía normal. Me apretaba las rodillas con las manos, arrugando mi falda, con la vista perdida en un punto vacío. Esa misma mañana me hubiera podido matar con una botella si no resbalaba, poniéndome fuera de su alcance. Mis brazos estaban llenos de hematomas, golpes morados, demasiados para un cuerpo tan pequeño. Volteé ligeramente al percibir un suave olor a tabaco, y efectivamente, mi madre se encontraba fumando cerca de mí. Eso significaba que había vuelto a salir con aquel hombre, porque traía un lindo vestido de satén negro y una bufanda de piel.

"¿Es esto lo que quieres?" me pregunté, "¿Así pasarás toda tu vida, llorando y sufriendo, esperando que algún día algo cambie?". Apreté los puños y cerré los ojos con fuerza. Me levanté tranquilamente y caminé con paso lento hasta el aparador del salón, que era un enorme cajón de madera de roble con secciones destinadas a colocar libros y floreros. Tomé de él una botella con un líquido dorado y lo rocié por todo el suelo, salpicando también los muebles alrededor. Encendí una cerilla y mi padre empezó a gritar rogándome que no lo hiciera y mamá se puso histérica, ambos debatiéndose entre suplicas y amenazas persuadiéndome a que no cometiera mi holocausto, pero ya era demasiado tarde: arrojé el cerillo encendido encima del líquido inflamable mientras miraba el espectáculo. "No".   

Cuentos trágicosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora