Capitulo 1.

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El frío arreciaba. Un humo blanco se le escapaba por entre los labios mientras ella, para paliar lo congelada que tenía la carne, procuraba concentrarse en lo que oía. Estaba apoyada contra un poste de luz, con los auriculares en los oídos y tarareando una canción. Su alma gritaba lo mismo que escuchaba, «trátame suavemente», pero nadie lo hacía jamás. 

Llevaba una minifalda ajustada, medias de red y una camisa verde anudada a la altura de la cintura. Rogaba esa fuera la última vez que tuviera que satisfacer a un extraño porque hacía tiempo que el sexo le daba asco y los clientes le despertaban repulsión.

 Vio que un coche se detuvo un poco más adelante del sitio donde ella se encontraba. Debía provocar al cliente, sin embargo no miró; ni siquiera dejó de susurrar la letra de la canción. Aunque no era capaz de reconocerlo en el momento, en su interior se debatían dos sentimientos contradictorios: por un lado, la necesidad de reunir dinero para una vida mejor que jamás llegaba, lo cual la impulsaba a seguir trabajando. Por el otro, el deseo de abandonar el oficio, la negación que experimentaba ante cualquier hombre, sus miradas asquerosas, el miembro, los olores. Esa noche hacía un frío descomunal y ella estaba ahí, con la espalda contra un poste, tacones más altos que el cordón de la vereda, una camisa de tela fina y una minifalda que le dejaba media nalga al descubierto. Todo lo que había cenado era el chicle que mascaba en ese momento. No soportaba más esa vida, odiaba a los clientes, y eso la estaba matando. 

Cuando el sujeto del coche hizo sonar la bocina, no tuvo otra opción más que darse la vuelta, quitarse un auricular y aproximarse al vehículo con paso felino. Una vez junto a él, se inclinó hacia adelante y apoyó un codo en la ventanilla baja. La intención era mostrar el escote, que los pechos sin corpiño se avistaran como se le notaban los pezones por la tela fina. 

—Hola —saludó sin entusiasmo. El hombre rió de costado. Era canoso, tendría entre cincuenta y sesenta años, y lo único en lo que Helena focalizó fue en que parecía tener dinero y en que la miraba con lujuria. Lo supo con solo verlo: ese cliente era un viejo libidinoso, pero ¿qué podía pretender de él?

Sintió asco, ganas de golpearlo aunque todavía no le hubiera hecho nada, solo por lo que le iba a hacer. A veces hasta deseaba asesinarlos cuando se quedaban dormidos en la cama, pero ese tipo en particular conducía un Volkswagen muy nuevo similar a los autos de alta gama. Tenía pinta de que pagaba, y eso era lo importante: que le pagase sin dar vueltas. 

—Con esa actitud no vas a pescar muchos clientes vos —masculló el viejo. Helena no soportaba cómo la miraba, deseaba romperle la boca de un golpe, pero mostró más los pechos y fingió una sonrisa. 

—Ochenta, a elegir entre la boca o abajo —respondió haciendo caso omiso a la acusación del hombre. 

—¿Y el culo no? —le preguntó él. 

—No, eso no —replicó Helena sin más aclaraciones. 

—¿No sos traba vos? —siguió interrogando el cliente. Tantas vueltas para cogerse a una puta, pensaba Helena, pero seguía mostrándose complaciente. No le salía bien, se le notaba que estaba seria, de mal humor y cansada. 

—Soy nena —respondió con falso aire infantil. El viejo dudó. Helena sabía que muchos querían travestis en lugar de chicas, pero bien que tenían esposa e hijos. Hipócritas. 

—Bueno, dale, subí —concedió él finalmente—. Vamos a ver qué se puede hacer con vos. Aunque debía sentirse agradecida porque un cliente la hubiera elegido con la competencia que había, lo maldijo. Hubiera preferido seguir en el frío, con la conciencia de que estaba viva y no muerta o a punto de morir. 

Una noche con ellaWhere stories live. Discover now