Las semanas transcurrieron y Lorenzo seguía de incógnito. Sabina le visitaba constantemente en su escondite, aunque algunos días debía permanecer en casa para no levantar las sospechas de la gente.
Venecia era una ciudad repleta de entrometidos y malintencionados. Aunque no todas las almas que le habitaban eran malas, existían aún personas honradas, sus sirvientes eran prueba de ello, también Alessandro, su muy querido amigo. Sabina sabía que él jamás le generaría un daño intencional; sin embargo, había mantenido el secreto, porque no se sentía lista para compartirlo con otros. Su posición no era segura, y ella albergaba aprensión, puesto que temía que en cualquier momento su esposo pudiese desaparecer; no soportaba la idea de poder perderlo otra vez.
—Anoche tuve un extraño sueño —comentó él, siendo que se le había hecho costumbre el confiarle sus pensamientos.
—¿Más que los otros sueños que has tenido? —respondió Sabina, con gran interés.
—Sí, porque se sintió más real que el resto, y tú no fuiste cariñosa conmigo, no del modo en que sueles serlo en el reino de Morfeo.
—¿Cómo así?
—¡Me gritaste! Aunque, a decir verdad, yo te grité primero. Llegué a nuestra casa, y con brusquedad te aferré por un brazo. Luego, te llevé a rastras a un cuarto, y allí, te tildé de ser... —Hizo pausa porque le costaba referirse a ella de una manera tan vulgar—. Una mujer fácil e infiel. Tú te defendiste de mis acusaciones, me abofeteaste, y me reprochaste por tener una amante. Tras eso, me recluí en una taberna toda la noche, y no regresé a casa sino a la mañana siguiente. Entonces, me recibió el que creo ha de ser mi padre. Un hombre viejo y autoritario. Fue él quien me dio la noticia de que me habías abandonado, y ¡enloquecí, Sabina! Nunca me había sentido tan angustiado, y fui a tu búsqueda. Te encontré en la casa de tus padres, y cuando te rehusaste a recibirme, me encaramé a un muro alto. Por supuesto, no logré escalarle, y, ¡me caí!... ¿Qué te sucede? —preguntó al notar su asombro—. Ángel, por favor háblame que me estoy asustando.
—No fue un sueño, Lorenzo. Todo eso, cada cosa que me has descrito... ocurrió. —Le sonrió—. Mi amor, creo que estás recobrando la memoria.
Lorenzo sonrió también. Le acunó el rostro entre sus manos, y le concedió un besó suave en los labios.
—¡Qué marido tan infame he sido!, ¿cómo pude tratarte de ese modo?
—Nada de eso importa ya. Además, esa solo es una parte de nuestra historia, te aseguro que has sido gentil conmigo, y que me has hecho feliz.
—Desearía poder recordarlo todo, y evitarte más dolor. Sé que no es fácil para ti el verme de este modo...
Sabina buscó su boca, precisaba su aliento y tras paladearlo, se mantuvo con los ojos cerrados, sin apartar su cuerpo del de él.
—El creador te trajo de vuelta conmigo, y me siento bendecida por eso. El día en que te creí muerto yo morí también, porque vivir sin ti fue como existir sin un alma. Lo significas todo para mí.
—Y tú lo significas todo para mí —respondió Lorenzo y escuchar tal afirmación, le generó regocijo, pero también melancolía.
—No tienes que decirlo si no estás seguro de lo que sientes, no estás obligado a retribuirme —dijo con tristeza.
—Lo he dicho porque es verdad. —Acarició su espalda por encima del vestido que traía puesto, y no dejó de mirarla a los ojos—. Cada segundo, cada minuto, eres todo lo que ocupa mis pensamientos. Cada cosa que hago es por ti, y nunca me encuentro más vivo que cuando te tengo entre mis brazos... No sé si esto es amor, porque no tengo nada más con que compararlo, pero ¡lo eres, Sabina!, eso te lo aseguro, que eres para mí lo más importante.
*
Stefano había indagado en las cuestiones legales, y descubierto una opción para su hermano. Las decisiones del Consejo Mayor tenían fuerza coercitiva dentro del territorio veneciano, pero no eran irrefutables. Al ser esta una República Católica, toda decisión podía elevarse a la Santa Sede (Vaticano), y solicitar de este modo su revocación y anulación, por lo que el Papa tenía la última palabra en toda disputa. Asimismo, tenían a su favor que el conde De Lucca era un ciudadano inglés, y un pariente directo del infame Enrique VIII; quien hacía pocos meses había decidido separarse de la Santa Iglesia, desconociendo a Catalina de Aragón, su esposa legítima, para contraer nupcias con su amante, una tal Ana Bolena a la que todos catalogaban de ser la más astuta de todas las mujerzuelas. Enrique había creado su propia religión, generando así duda entre los cristianos más fieles, y la Santa Iglesia estaba indignada, deseaba venganza, y ¿qué mejor forma de desquitarse del enemigo que al declarar inocente a quien asesinó a su muy querido primo?
—Pronto serás libre, hermano.
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Te Necesito
RomanceLorenzo Mozzi y Sabina Venier se casarán por obligación, pero a medida que pasen tiempo juntos, surgirá entre ellos una profunda pasión y descubrirán que tienen mucho más en común de lo que inicialmente pensaban. Sin embargo, no todo será fácil para...