Capítulo 4

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   —Está hecho —informó Lorenzo a su padre.

Luego, había tomado una botella de vino y con esta, atravesó el largo pasillo hasta llegar a uno de los cuartos de huéspedes. Allí, bebió el licor hasta perder la conciencia.

Tuvo sueños tormentosos con una mujer de cabellos rubios. Su querida Adrienna se manifestó en su subconsciente para recriminarle su traición, y al día siguiente, al despertar, fue abatido por un terrible dolor de cabeza, también por la náusea. Permaneció en la cama hasta que tuvo hambre, entonces se acicaló y salió del cuarto. En la cocina de la mansión se reencontró con su esposa.

—Debes estar hambriento, te serviré un plato —expresó Sabina, con amabilidad. A diferencia suya, se había despertado muy temprano, al amanecer, y con ayuda de la servidumbre se había dedicado a preparar comida para todos los miembros de la familia Mozzi.

Desde muy joven desarrolló esa habilidad. Por necesidad, siendo qué por causa de la adición de su padre, y a todo el dinero que este había perdido en apuestas, ella y su madre debieron prescindir de la mayoría de los empleados en la casa, y aprendieron a realizar las labores domésticas por sí mismas. Un hecho vergonzoso, que por suerte habían sabido disimular frente a sus amistades. Muy pocos sabían sobre el estado de pobreza en que se encontraban, aunque la fama de alcohólico de su padre sí que había logrado trascender hasta Roma.

—¡Esto está delicioso! —le alabó, estando sorprendido por sus capacidades. Al conocerla la juzgo de frívola e inútil. Había sido prejuicioso, también acomplejado, porque su origen aristocrático lo intimidaba. No estaba seguro de cómo debía manejarse en su presencia, y no deseaba terminar siendo ridiculizado al no cumplir con las altas expectativas que una mujer de su clase habría de tener en un hombre. No sabía que era lo que Sabina esperaba de él, más allá de ese acuerdo que habían hecho sus padres. Ella lo intrigaba sobremanera, y Lorenzo trataba de descifrar su temperamento, así como de conocer cuáles eran sus intenciones.

—Me alegra que sea de tu agrado —le dijo, con voz taimada. Se veía atractiva con el cabello suelto y ese vestido informal. Parecía encajar dentro de aquel espacio, casi como si siempre hubiera vivido allí.

Sus ojos cafés se centraron en los suyos, resultando ingenuos y muy cálidos; le fue imposible no ponerse a rememorar esa intensa sensación que le embargó al ser acogido por ella, en su interior, que se concibió estrecho y suave, casi como si estuviese hecho de seda. Se le acumuló la sangre en el miembro, y nervioso, Lorenzo apartó la vista de su bella esposa, y se dedicó a comer lo que había en el plato, ignorándole por completo.

Su gesto la desagradó, porque se concibió como una descortesía. Por lo que Sabina optó por salir de la cocina, y dejarlo a solas.

Al acabar de almorzar, Lorenzo se levantó de la mesa y abruptamente, salió de la vivienda.

Necesitaba ver a Adrienna, para aclarar sus ideas y reafirmar sus sentimientos.

Le buscó en las calles de Venecia, y en la plaza principal la vislumbró, rodeada de sus amistades, y en compañía de una de sus criadas.

Sus miradas se hallaron en la distancia, y él aguardó a que la mujer le diera una señal para acercársele.

Ella tardó varios minutos, entonces, se despidió del grupo en el que estaba y se dirigió a la iglesia.

Lorenzo le siguió, y frente al altar, se hablaron entre susurros.

—¿Qué haces aquí? Deberías estar junto a tu esposa, es tu luna de miel después de todo —le dijo, sin disimular su enfado.

—Sabes bien que me casé con ella por obligación. La única que me importa eres tú, Fiore*.

Le tomó por una mano, con discreción, y Adrienna le dirigió una mirada anhelante.

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