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Treinta

Resultaba difícil estar rodeada de tanta gente, recelando todo el tiempo. Pero peor era quedarse sola, pues enseguida me venían recuerdos de aquel soldado. Ocupaba mi tiempo en estudiar el trazado de la casa y los horarios, las dos cosas más importantes para cuando llegara el momento de escapar. La información no era muy alentadora.

El edificio había pertenecido originalmente a la Iglesia católica y se utilizaba como residencia para sacerdotes retirados. Estaba totalmente rodeado de muros: de granito y ladrillo en la parte delantera; y a los lados y en la parte trasera, donde sólo había setos, los alemanes habían erigido vallas de tela metálica bien iluminadas. El perímetro estaba vigilado por hombres armados y perros. La primera vez que vi una patrulla me quedé desorientada: los guardias se encontraban fuera de la valla. Entonces me di cuenta: probablemente yo era la única que estaba dentro y que quería salir. Aquellos muros eran para que no entrara gente.

El año anterior, me contó Leona, los ciudadanos organizaron una violenta manifestación cuando se enteraron de que en Navidad había llegado un cargamento de chocolate y naranjas para las chicas. Los habitantes tenían hambre. Ahora se mantenían alejados por temor a los perros y a las armas. Isaak, o a quienquiera que enviase, tendría que cruzar la entrada, pasar por delante de armas y perros y conseguir que le dejaran entrar para sacarme de allí.

Porque yo no podía salir. Eso no estaba previsto y me preocupaba como podría enterarse Isaak. Pocos meses antes, unas chicas que trabajaban fuera de la casa, en Badén, contrajeron tuberculosis y hubo epidemia. Después de lo ocurrido necesitaron un permiso oficial para salir de las instalaciones y, a su regreso, las aislaron de manera preventiva durante dos semanas. Y en agosto, otras chicas de la casa de Austria fueron agredidas por un grupo de vecinos furiosos con los «colaboracionistas horizontales»— golpeados y apedreados— y una de ellas perdió al niño. Así que tres semanas antes de que yo llegara, Himmler dio una nueva orden: a ninguna se le permitiría salir de una casa de Lebensborn por ninguna razón, salvo si iba acompañada por un escolta de las SS o por el soldado que hubiera engendrado a la criatura. Sólo las alemanas se quejaron.

Durante aquella primera semana procuraba estar sola siempre que podía y sólo me mezclaba con las demás chicas en las constantes colas y barullos de comidas, clases y conferencias, y evitaba las conversaciones. Leona tenía razón respecto a las alemanas y de alguna forma nos sentíamos prisioneras de guerra. Las empleadas nunca mostraban una hostilidad abierta hacia nosotras— su trabajo consistía en entregar niños sanos— pero se filtraba como una corriente subterránea.

También procuraba mantenerme alejada de ellas. Sobre todo de Frau Klaus. No tenía hijos y parecía tomarse cada creciente barriga como un ataque personal.

— Si necesitas algo, pídeselo a la enfermera bajita de pelo oscuro, que se encarga del paritorio. —Leona se inclinó para mirarse en el espejo—. ¿Crees que debería hacerme una permanente? Cuando… Ahora en Amsterdam hacen unas ondas nuevas…

Ya estaba acostumbrada a la conversación inconexa de Leona, a la forma en que revoloteaban sus pensamientos, como luciérnagas.

— ¿La enfermera Ilse? La conozco. Es alemana.

— Pero no es nazi como las demás. Y le caemos mejor que las chicas alemanas, se le nota.

Me quedé con aquella información, pero también me recordé a mí misma que mi situación era diferente y que allí no podía permitirme confiar en nadie. Lo que más me preocupaba, claro está, eran la carta y la foto que como una tonta me había traído. Era consciente de que debía quemarlas, pero cada vez que pensaba en encender la cerilla se me agarrotaba el pecho, me quedaba sin respiración.

La cuna de Mi enemigo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora