60-FINAL.

85 3 0
                                        

Sesenta

El uno de junio me desperté tarde; Eva ya había bajado a desayunar y me quedé en la cama con una creciente sensación de intranquilidad. Me apresuré a levantarme, dominada por la necesidad de limpiarlo todo, de guardar las cosas, de prepararme. Saqué la maleta de debajo de la cama y abrí las puertas del armario. La ropa vieja de premamá se quedaría allí y Erika no quería que le devolviera las suyas, pero necesitaría ropa para después: busqué las cosas de Anneke que mi tía había preparado para mí hacía tanto tiempo. Cogí los pantalones gris perla: aunque le sacara las costuras, la cintura parecía demasiado pequeña. Sonreí al pensar en volver a ponerme ropa normal. Puse todos los vestidos de Anneke en la cama, junto a la maleta, y después miré en mi escritorio: en el cajón inferior había algunas cosas de antes. Todo lo que estaba arriba lo dejaría, hasta el último… ¡y la bolsa de terciopelo! No podía arriesgarme a que alguien la encontrara cuando me pusiera de parto.

Me tiré al suelo y traté de alcanzar la parte de abajo del armario; resultó difícil con mi enorme barriga de por medio. Encontré la bolsa y la abrí, jadeando. La lancé sobre la cama con mi ropa, me levanté como pude y de repente se me vino algo más a la cabeza: la ropa del niño.

Erika me había enviado otras cosas para completar la canastilla. Quería lavarlo todo, tocar los suaves tejidos y ocuparme de la ropita que pondría a mi niño. No era día de colada, pero después del desayuno las lavaría.

¡El desayuno! Me vestí deprisa, cogí la ropa del bebé y corrí escaleras abajo. En el comedor, el aire estaba impregnado del rico perfume de las lilas y el suave murmullo de las muchachas de vientres prominentes. Saludé a Eva, que ya se iba, comí un poco de pan con miel, hablé con las chicas sentadas a mi lado e hice todo sin prestar realmente mucha atención Me quedaba aun mucho que hacer. Recordé que tenía que empaquetar los libros de Neve junto con los míos; a lo mejor encontraba la forma de averiguar su dirección. Sin embargo lo primero era localizar a la enfermera Ilse. Confiaba en que sólo ella estuviera de guardia. Hacía días que no la veía, quizá se encontrara ausente. Iría a su sitio en cuanto terminara la colada.

En la lavandería lavé la ropa del bebé con el jabón especial que se utilizaba para las prendas de los recién nacidos. Me agradaba contemplar las diminutas mangas, los minúsculos cuellos y corchetes, los dobladillos bordados. Me di cuenta de que estaba «preparando el nido», lo que concordaba con una de las señales que Leona me había leído de su folleto: una energía repentina; una compulsión por lavar y preparar las cosas. Colgué la ropita y volví a mi cuarto, sonriendo ante aquel milagro: el parto era inminente.

Cuando abrí la puerta aún sonreía. Pronto dejaría aquel lugar. ¡Pronto vería la carita de mi hijo!

Fue lo último que pensé con claridad.

Allí, encima de mi cama, cerca del montón de ropa para guardar en la maleta, estaba la bolsa de terciopelo azul.

Vacía.

La miré fijamente, incapaz de comprender. Luego me abalancé sobre ella y le di la vuelta varias veces, la miré por todos lados y examiné lo que había sobre la cama, incapaz de creer lo que había sucedido. Corrí a la puerta y la cerré. Volví a abrirla. El pasillo estaba vacío: un túnel que se extendía más y más lejos. Al final, a una distancia imposible, estaba el teléfono.

Me obligué a andar. Paso a paso, sin sentir el suelo, me deslicé hacia el teléfono. Cuando llegué a él, mi mano temblaba de tal forma que se me cayó el auricular. El golpe resonó por el pasillo y me di cuenta de que no tenía el número de Karl. Por fin se me aclaró la cabeza: Karl e Ilse. Podía confiar en ambos. No estaba sola.

Regresé a mi cuarto calmada con estos pensamientos y encontré el número de Karl. Al volver al teléfono me topé con Inge y su compañera de cuarto. Me saludaron e Inge se acarició la cintura y gimió. No sabían nada. Aún.

La cuna de Mi enemigo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora