Mi Alma Ya Estaba Lejos. Lo Único Que Faltaba Por Irse, Era Mi Cuerpo.

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Hay muchísimas formas de sentir dolor.

Existe este dolor que te paraliza.

Entras en una especie de trance eterna y a su vez, fugaz. Tu corazón deja de latir, dejas de pensar, dejas de respirar, de sentir.
El alma se te cae al suelo y sólo está tu cuerpo, inerte.
Inmóvil.

Pasan unos segundos y tomas el primer aliento.
Mientras el aire entra a tus pulmones, todas las sensaciones te atacan en un segundo.

Sientes que te mueres.

El dolor te aprieta las entrañas y una estaca se clava en tu pecho, no, joder, miles, millones de estacas te embisten. Todas juntas, todas con la misma fuerza mortal, con la misma velocidad.

Y caes.

Caes de rodillas.

Te abandonas.

Te pueden cortar la piel, te pueden patear las veces que quieran, pero nada se iguala al dolor que te mata desde adentro.

Se te interpone en cada pensamiento, en cada respiración, en cada trago.
Te quema, te hace trizas, te rompe y después, te pisotea.
Te arranca la vida y solo deseas que pare, que se detenga.

Pero no lo hace.

Nunca cesa, está ahí, atascado en tu alma.

Luego, llega este dolor al que te acostumbras poco a poco.

Como si tu cuerpo se preparara para recibirlo.
Como si tu alma se resignara a vivir en desdicha, en una agonía sigilosa, callada.
La música se escucha como ruido blanco, parpadear te pesa, de pronto ya no te llena absolutamente nada. Como si hubieses desarrollado una resistencia absurda a sentir felicidad, paz, amor.
Como si estuvieras tan destrozado que no te molestas ni en repararte.

Muerto en vida.

Después te enfrascas en un dolor reprimido.

Es un mecanismo de defensa que irónicamente, te destruye poco a poco. Se filtra en tus huesos, en tu cabeza, en tu corazón y te apachurra de tal manera, que no hay necesidad de llorar.

Porque estás vacío.

Lo entiendes, estás jodido.

Ya no hay fuerzas para sollozar ni desgarrarse.

Entonces te empiezas a alejar de todo y de todos.

Te encierras en una frustración sofocante, la rabia se extiende en ti como un veneno letal.
La amargura se aferra a cada músculo y te arrastra a las risas sin humor, a los vicios, a un coraje inmenso.
Como si quisieras pegarle a todo mundo.

Todos son culpables, todos son la razón a tu vida de mierda.

Pero no.

No es así.

Y muy en el fondo lo sabes.
Sabes que el único culpable de esto, eres tú.

Pero no te interesa cambiar, ya estás cansado de intentarlo, así que te sientas, te sientas y observas cómo los días transcurren.
Silenciosos pero presentes, te dicen que se te está acabando el tiempo, y sigues igual.

Tan... roto.




Y así, con cada dolor, llegas al punto en donde verdaderamente tocas fondo. En serio lo haces, dejas de caer y te hundes en esa inmensa oscuridad.

Entonces, tienes dos opciones; o renuncias, o sales de ahí.

Y yo, aquella noche, con el frío estremeciendo mi piel y los ojos rojos, decidí renunciar. Ya no tenía fuerzas para nada.

Supongo que con la soga apretándote fuerte el cuello, cualquiera que venga a aflojarte el nudo parecerá tu mejor opción.

Y lo siento tanto, pero en ese momento, mi mejor opción era renunciar a todo.
Siento defraudarte, pero ya no podía vivir así.
No fue un momento de cobardía, ni de egoísmo, tampoco de valentía y fuerza.

Fue un momento de completa tristeza.

No te culpo por no haber estado ahí antes, ¿quién iría a saber que la chica que sonreía y alegraba mañanas, por la noche lloraba y gritaba en su cama?

Nadie lo supo hasta que me fui.

Perdón por no luchar un poquito más.

Perdón por irme sin ti.
Pero quiero que sepas, que te amé con todas mis fuerzas, te amé con todo lo que mi corazón me pudo permitir.

Hasta el final.




Seductora Nostalgia ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora