1. EN LLAMAS

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Si un día decides volver amarme y me quieres buscar, recuerda usar tu máscara de mariposa para encontrarme. Te juro que yo te estaré esperando con mis alas de plata y mi máscara de león..., como aquél día del baile donde nos besamos por primera vez.

Tuyo, para hoy y para siempre, Cristóbal Blaszeski,

... tu querido amor.

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Llevaba  horas caminando sin un rumbo concreto, con el pedazo de papel ceñido en mi pecho, que me ardía como si en lugar de corazón tuviera dentro un trozo de carbón encendido. De tanto haberlo releído ya hasta había memorizado cada una de las palabras escritas con la sangre de mi propio esposo; incluso era capaz de recitarlas en mi mente una y otra vez, pudiendo imaginar su ronca voz hablándome en el oído. Los ojos se me habían secado de tanto llorar; ya no me quedaban lágrimas, salvo un escozor en las pupilas que me recordaba constantemente el sufrimiento que llevaba a cuestas. ¿Cuál es el precio de entregarse completamente a una persona, depositar en ella tus miedos, esperanzas y anhelos; y amarle de forma tan intensa, desmedida y voraz? El precio es que cuando esa persona se va, se lleva todo consigo, incluida tu alma y tus ganas de vivir. Sí. Aquél dolor intenso e incorpóreo que me sacudía el cuerpo era el precio de amar tanto a una persona y no haberla podido valorar.

Para colmo de males, no había sitio a donde pudiera mirar que no me recordara a él, sus sentimientos y su belleza. En el azul intenso de un cielo despejado estaban plasmados sus ojos; en las blanquísimas nubes que reposaban detrás de las montañas encontraba su sonrisa. En los dorados resplandores de los girasoles en un mediodía hallaba sus cabellos. Pero entonces miraba a la multitud de gente que me rodeaba y yo me descubría vacía, sola y desolada. Era como si el mundo me estuviera castigando por haberlo dejado escapar. Además, mis recuerdos con él comenzaban a convertirse en hermosas perlas que se quebraban en mis manos, y que luego se deshacían entre los dedos como terrones de azúcar en el mar.

—Cristóbal —susurré entre gélidos soplidos—, ¿dónde estás?

Olvidé que nos odiábamos justo cuando recordé cuánto nos amábamos. Cuando mis entrañas gritaron su nombre, y solamente me respondió el silencio. Cuando descorrí las aldabas de mi pecho y no encontré a nadie que pudiera entrar en él. Cuando el umbrío lo ocultó de mi vista y los zafiros que ornamentaban sus ojos no volvieron a alumbrarme; cuando el tiempo, que era nada mientras nos contemplábamos, se hizo eterno como el fuego que arde en el infierno. Cuando su ausencia me embargó de frío y mi sangre poco a poco se apagó. Cuando mis lágrimas mojaron mis mejillas y sentí que dentro de mi pecho palpitaba un corazón guillotinado.

Había momentos de angustia en que me echaba a correr por las veredas intentando encontrar entre el gentío a un alto caballero rubio, portador de una máscara de león y unas alas de plata en forma de capa, mas lo único que hallaba era un vasto mundo repleto de gente, colores, ruidos y cosas, pero donde no estaba él. Al darme cuenta de su ausencia me sentí perdida, absorta y sola mientras corría; y es que, pese a que hubiesen mil personas pasando a mi alrededor, la partida de aquél hombre en mi vida me había sumergido en un mundo vacío, habitado únicamente por el hastío y la soledad. Mis manos, mis muslos, mi pecho, mis cabellos y mi cuello echaban en falta sus caricias, así como el gélido aliento que chocaba contra mi rostro cuando me hablaba, cuando me besaba y cuando me lamía la piel desnuda cual si estuviese embadurnada de miel. No obstante, era cuando sentía un extraño calor en el interior de mi vientre que recordaba que tenía algo por lo que luchar; algo por lo que vivir. Un fragmento de nuestro amor. Un recordatorio de lo mucho que nos quisimos y de lo que fue real; nuestro hijo.

—¿A dónde te fuiste, mi amor? —susurraba en mis silencios—. ¿Cómo pude haber creído que de verdad regalarías a nuestro hijo a tu maldita madre, si lo único que hiciste desde que te conocí fue amarme, protegerme y salvarme de mis propias locuras? ¡Ay, mi don Piedra tan bello! Si tan solo hubiese sido menos orgullosa. Sin tan solo mi obstinación hubiese brotado en mí con menos exceso. ¡Pero no! Me dejé llevar por el miedo, la soberbia y la arrogancia.

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE: ETERNIDAD  (LIBRO 2) ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora