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Esa noche soñé con don Piedra. Recuerdo haber tenido miedo a algo que no logro esclarecer y él me abrazaba con la fuerza de quien no quiere perder algo. Era un abrazo cálido y muy sentido. De esos que te infunden paz y confianza. De esos que, aun si el mundo se estuviera desbaratando, tú siempre tendrías la certeza de que él no te dejará caer. Mi rostro descansaba en su poderoso pecho mientras lo rodeaba con mis brazos. Él, a su vez, con sus dedos traviesos ondulaba los mechones de mi pelo ensortijado. Su barbilla fría reposaba en mi cabeza y entre silencios ensordecedores podía escucharle pronunciar cuánto me amaba.
—Cristóbal, mi amor —le dije entre sollozos, aferrándome a una esperanza deshabitada—. No me dejes nunca, por favor. Tengo miedo de perderte. Tengo miedo de ya no verte nunca más. Tengo horror de parpadear y que de pronto desaparezcas.
Mi esposo, con ternura, inclinó mi cabeza hasta que pude verlo de frente; y ahí contemplé su rostro blanco y perfilado hasta extasiarme, sin parpadear, hasta que mis pupilas se cansaron de imaginarlo y deleitarme con sus cabellos tan dorados como el sol. Hasta que aspiré por completo la fragancia de su piel distante. Hasta que mis labios se cansaron de esperar un beso que nunca sucedió. Hasta que mis mejillas agotaron la ilusión de que en cualquier momento las acariciaría. Hasta que mis ojos se fatigaron de admirar el resplandor de haz de la luna llena que se filtraba por una ventana sin cristal y lo chorreaba sin descanso. Hasta que sus ojos azules me dejaron de mirar, mientras me decía:
—Nunca, mi cielo, mi mujer, mi bonita. Nunca me iré. Nunca te abandonaré.
—¿Entonces por qué no te siento pese a tenerte, mi amor? —lloré con nostalgia, advirtiendo que él miraba con tristeza hacia la luna—. ¿Por qué tu ausencia es tan palpable aun si te tengo conmigo, tocándote las manos? ¿Por qué estás aquí... si a la vez no estás?
—Yo siempre estoy contigo, mi amada Anabella... —respondió con un requiebre en su voz. Fue uno de esos quiebres que anuncian verdades dolorosas. Una voz fragmentada que presagia la destrucción de algo que ni siquiera ha sido forjado. Su requiebre y sutil respiración fue un te amo, pero me voy. Escucharle decir mi nombre otra vez después de tanto tiempo me hizo desear que el tiempo se detuviera y nos esperara eternamente—. Siempre estaré contigo, mi mujer. Pero a veces amar implica sufrir. A veces amar implica no estar juntos.
—Pero... pero... Cristóbal, nosotros estamos juntos, ¿verdad? —me alarmé ante sus crudas palabras. Tanto miedo me dio perderlo que lo abracé con fuerza mientras me echaba a llorar—. Mi amor... dímelo, nosotros estamos juntos, ¿verdad que sí? ¡Respóndeme, por favor, mi don Piedra bello! ¡Dime que estamos juntos, dime que siempre estaremos juntos!
Mas cuando Cristóbal se volvió a mí encontré en su hermosísima mirada un perdón que no pudo expresar. Sus ojos se llenaron de lágrimas al tiempo que me decía:
—Estaremos juntos hasta la eternidad, mi amada esposa. Pero ahora no puede ser. Encuentra mis te amos en cada uno de tus suspiros...
Y como si fuese bruma, mi Cristóbal desapareció.
Desperté agitada, anegada en lágrimas, sintiendo un dolor muy agudo en mi pecho. Sí, un dolor físico y emocional. Un dolor de pérdida. De despedida. Frotándome los labios como si acaso me hubiera besado, me levanté en camisón y corrí hacia la ventana para encontrar cualquier indicio que me indicara que él había estado allí. Todavía era de noche y no había luna llena. Mi esposo no estaba, pero sí pude percibir su olor.
—¡Cristóbal! ¡Cristóbal! ¿Dónde estás? ¡Tu aroma, tengo impregnado tu aroma! ¡Estuviste aquí, lo sé, lo sé!
Lo amaba tanto, y nuestros corazones estaban tan unidos de forma etérea, que fui capaz de encontrarle un color a su aroma. Olía a tinto. Una fragancia muy masculina y varonil. Su aroma hizo que me acordara de sus manos acariciándome la piel, y la manera en que trazaba dibujos sobre mi espalda. Casi pude imaginar la forma de sus labios rojos mientras besaba mi cuello, mis mejillas, mi carne. Casi pude escuchar los jadeos que producía su voz mientras pronunciaba mi nombre cuando hacíamos el amor. Ay, Dios mío. Lo amaba tanto que no sabía cómo podía soportar no tenerlo conmigo. Pero claro. Dentro de mi vientre estaba nuestro hijo.
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LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE: ETERNIDAD (LIBRO 2) ©
RomanceAnabella ha tenido una cantidad de experiencias cercanas a la muerte más que suficientes para una señorita de su edad; a sus 17 años se ha enfrentado a una secta satánica liderada por una bruja roja que clama venganza; además se ha enamorado de un h...