2. CON EL ENEMIGO

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—Lleven a ese perro a los calabozos! —ordenó Luis César a los guardias, que encadenaron a Enrique y lo arrastraron escaleras abajo—. ¡Desfigúrenle la cara hasta que su querida amita lo desconozca la próxima vez que lo vea! —dijo refiriéndose a mí, que seguía en el suelo temiendo que si me levantaba el maldito conde me golpeara el vientre y le hiciera daño a mi bebé. Aunque claro, él no sabía que estaba embarazada, pero todo podía pasar en la cabeza de esa bestia envilecida—. ¡Mire usted bien, doña Catalina, que la señorita Anna Isabella Altamirano de Mendoza y Montero está por descubrir lo que les pasa a todos aquellos que son tan estúpidos para traicionarme, desafiarme y burlarse de mí como lo hizo ella y su montón de amiguitos que la ayudaron a escapar, convirtiéndome en el hazmerreír de Guanajuato!

—¡Ellos no tienen la culpa de nada! —gritoneé pegando mi cara en el suelo, donde lágrimas de impotencia y dolor se homogeneizaban—. ¡Piedad, don Luis César, por favor, piedad! ¡Yo les obligué!

—Y encima esta alevosa es una embustera —bramó mi madrastra, que parecía disfrutar mi humillación ahí parada como urraca panteonera, portando un vestido largo, blanco y amplio a la usanza exótica de Nueva Versalles, quizá ansiando mostrar con aquellos colores claros una bondad que no tenía ni en las pulgas del pellejo; su faldón estaba tapizado con finos brocados dorados que hacían juego con los pasadores que sostenían la mantilla de blondas que traía sobre la cabeza—. ¡No haga caso a sus disparates, don Luis César, esta arpía es una mentirosa!

—No intente ningunearme, doña Catalina —regañó el conde a mi madrastra—, que sus comentarios hacen pensar que yo carezco de juicio y razonamiento para distinguir las mentiras que su querida hijita no deja de gargajear. Yo sé que es una mentirosa de porquería.

—Dispense mi imprudencia, don Luis César; no ocurrirá otra vez —se disculpó la urraca panteonera con fingida afectación, presionando con las dos manos la vara que siempre llevaba consigo.

Y como para corroborar que el conde de Lisboa era el que mandaba en aquel territorio y tenía la última palabra, él exclamó:

—¡Guardias, id y llevad a ese miserable criado a los calabozos y golpeadlo hasta que os saciéis!

—¡No, no, don Luis César, piedad, se lo ruego, se lo imploro, no le haga daño! —lloré, incorporándome lentamente del suelo.

Juro por la virgen María que nunca me había sentido más asustada como en ese momento; y quizá era porque en otras ocasiones había corrido peligro mi vida, pero ahora sabía que toda mi familia y amigos estaban en riesgo mientras estuviesen bajo el yugo de ese miserable conde. Y todo por mi culpa. ¿Por qué doña Catalina se estaba prestando para estas frivolidades? Sabía que era más mala que el ajenjo, pero de eso a ensañarse de verdad contra sus conocidos me parecía imposible.

—¿Piedad pide ahora, señorita Altamirano? —me preguntó el barbaján con una terrible sonrisa que no pudo ocultar—. ¿Piedad me implora ahora después de haberme hecho quedar en ridículo ante sus mismos criados y la chusma que fue testigo de cómo intenté ir tras de usted con mi caballo cuando escapó de su casa? ¡No, niñita caprichosa, es tiempo de que me cobre todas las humillaciones que me ha hecho padecer!

Entonces el conde tuvo una idea en su dura cabezota de burro y la dijo en voz alta, haciendo volver a los guardias, que ya llevaban arrastrando con cadenas a mi buen Enrique escaleras abajo.

—¡Lo quiero en mi delante, ahora! —gritoneó autoritario.

Sin temor a equivocarme estoy segura que oír aquella orden de los labios del conde hizo que el miedo se trasparentara en mi cara. Doña Catalina enarcó ambas cejas y observó con curiosidad lo que ocurría, incapaz de borrar su sonrisita socarrona de su rostro. Para entonces yo me había vuelto a levantar y me había limpiado la sangre que salía de mi nariz con las mangas de mi vestido salmonado. Enrique gemía de dolor, su cara comenzaba a hincharse y la sangre a secarse en el tabique nasal, parpados y comisuras. Los guardias lo arrodillaron delante de Luis César, y este se inclinó hacia él y le dijo:

LETANÍAS DE AMOR Y MUERTE: ETERNIDAD  (LIBRO 2) ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora