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HARPER



"Algunas mentiras se convierten en
devastadoras verdades. Él nunca
fue lo que querías, sólo fue con
el que te conformabas."

DAVID SANT



Mis recuerdos de aquella noche eran difusos, como una enorme valsa de agua negra en la que no lograba ver el fondo. Nadaba y nadaba, pero lo único que encontraba era la más absoluta nada.

Solían decir que el cerebro borraba los eventos más traumáticos de tu vida, que era sabio, más sabio que mi tozudez para recordar lo que veía a través de mi piel... Pero cuando intentabas pelearte contra el silencio de tu mente este se revelaba con miedo, angustia y ataques de pánico.

El miedo era el tipo de emoción más aterrador al que había aprendido a afrentarme desde entonces, porque me había enseñado que era de la clase que te paralizaba, te impedía respirar y te hundía en la tristeza; te aislaba.

Aprendí que incluso mi mente podía traicionarme tanto como mi cuerpo, ingenua de mi al pensar que había aprendido a educarlos a mi conveniencia con disciplina y mano dura... Pero nadie me había preparado para la imagen que me encontraría frente al espejo a la mañana siguiente.

Pensaba que sería otro día de un largo verano.

Verano. Verano. Verano.

Pero sabías que algo no iba tal y como debería, porque no recordabas como habías llegado la noche anterior a tu casa, ni a tu cama. No deberías sentir la cabeza entumecida porque tú no bebías, no desde los quince años, mucho menos deberías sentir puñales clavándosete en el vientre, ni un dolor mudo que te recorría todo el cuerpo como un viejo amigo, no el típico que tenía una bailarina tras cada ensayo.

Aun así, lo extraño estaba dentro de ti, te sentías rara, como si no fueras tú misma.

Y entonces contemplabas tu reflejo como una imagen en negativo, intentando encontrar sentido a lo que no encajaba en aquellas piezas.

Yo decía que había tres estadios.

Primero la negación. Te tocabas por todas partes, resiguiendo los moratones con los que no habías salido de casa, buscando los paralelismos. Las huellas dactilares de otra persona alrededor de tu cuello y marcados por tus brazos, porque eran demasiado grandes para ser de tus dedos, los arañazos que no encajaban, el rímel corrido, los ojos rojos e inflamados por lágrimas que no habías recordado derramar.

La respiración se aceleraba, los vasos sanguíneos se hinchaban, tu cerebro empezaba a colapsar.

Entonces, llegaba el segundo estadio: la incredulidad.

Te decías que eso no te podía estar pasando a ti, porque eso no les pasaba a las chicas como tú. Porque eras cuidadosa. Porque tus padres te habían vuelto una chica prudente que no aceptaba bebidas de desconocidos y no dejaba su copa en manos de nadie, pero que aun así era confiada por naturaleza, que no tenía miedo de los monstruos que tarde o temprano la atraparían.

La chica ingenua lo supo cuando se arrancó el vestido y descubrió marcas y heridas donde nadie nunca la había tocado, donde los dolores se prolongaban como un silencio a gritos y descubrió los restos de sangre seca alrededor de sus muslos llenos de moretones.

Finalmente, llegabas al tercer estadio: el golpe de realidad.

Eras plenamente consciente de que habían hecho algo con tu cuerpo en contra de tu voluntad. No obstante, el dolor era más ambiguo, una clase de tortura que te atravesaba el pecho y colapsaba tu sistema nervioso. Se te olvidaba como respirar, como emular palabras y las preguntas se volvían el gran enigma al que intentar responder: ¿Por qué yo? ¿Quién ha sido? ¿Qué ha sucedido?

PERVERSAS MENTIRAS [HIJOS DE LA IRA I] | Nueva VersiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora