Una rígida verdad

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—¡Hijos de puta! ¡Qué me habéis hecho! ¡Qué me habéis hecho! —gritó rompiendo su voz en mil pedazos —¡Dejadme salir de aquí! ¡Dejadme salir de aquí!

Cada movimiento resultaba más inútil que el anterior y solo provocaba en él dolor y un desatado aumento de sus latidos. La ausencia de cualquier tipo de sonido aumentaba el ya de por si extraño eco que en ese instante comenzó a percibir con mayor claridad. Era evidente que se encontraba en una estancia no demasiado grande y la presencia de aquel cristal rebotaba con facilidad los intentos de su voz por hallar respuestas sin embargo cuánto más hablaba más inexplicable parecía el tipo de sonido que resonaba por el lugar. ¿De qué material era aquel cristal?

¿Y qué demonios era ese cada vez más intenso olor a plástico?

El sufrimiento de su espalda era insoportable y sus estúpidos movimientos solo hacían incrementar el desgarro interno que debía sufrir. Estaba más que seguro de que no lograría romper las ataduras que lo mantenían firme y vertical y si perdía por completo la cabeza no tendría ninguna posibilidad en el caso de que esta se presentara...pero, ¿qué podía hacer?

DEBÍA calmarse. No era una opción, era LA OPCIÓN y deseando no renunciar a ella tomó toneladas de aire por su nariz con la intención de dejarlas salir lentamente por su boca. Usaría los movimientos rítmicos de su abdomen para relajar la velocidad de la sangre por su cuerpo y conseguir oxigenar por completo sus ideas....

...mas algo sucedió entonces que asesinó su cordura y lo introdujo en una espiral de locura y perdición.

Era totalmente incapaz de mover la boca.

Sus labios habían sido sellados de tal manera que podía sentir una estúpida mueca dibujada en ellos, no existiendo entre ambos más que un diminuto espacio por el que sentía entrar el aire en cantidades ínfimas.

Trató de gritar y el silencio golpeó con rabia contra aquel muro de lo absurdo aumentando la angustia y el horror. El instinto le obligó a mover las manos en dirección a su boca y la imposibilidad de hacerlo aumentó el agobio de no poder comprobar qué habían echado sobre sus labios para cerrarlos de semejante manera. Gritó, gritó en silencio como nadie jamás había llegado a gritar y todo su cuerpo se estremeció con él, aterrorizándolo y aniquilando paso a paso su razón.

¿Qué le estaban haciendo?

Fuera lo que fuese lo que habían hecho en su rostro empezaba a extenderse por todos los rincones de su ser, deteniendo a su paso cualquier indicio de movimiento que pudiera encontrarse en su interior.

Petrificado, con un intenso dolor naciendo de su espalda y colonizando el resto de su inerte existencia, pudo escuchar de nuevo las voces rodeando el lugar, esta vez con mayor intensidad y precisión. Seguía sin ser capaz de descifrar nada de lo que aquellas gargantas vomitaban al aire, pero parecía claro que las voces correspondían al menos a dos personas, un hombre y una mujer.

A esas alturas era totalmente incapaz de mover un solo centímetro de su cuerpo y mientras el sonido de sus captores se hacía más y más cercano la parálisis terminó de detener por completo los músculos de su rostro, congelando hasta su parpadear y momificándolo a merced del más puro y detestable de los terrores.

Todo terminaría pronto. Vestido con su mejor traje, en posición vertical, paralizado por completo y reducido a un montón de nada en manos de aquellos a los que no tardaría en conocer.

Toda su existencia, su vida, sus recuerdos, sus amores y pasiones...ida para siempre.

Quiso llorar.

No pudo.

La luz inundó el lugar de dolor para sus retinas y tres sombras gigantes se mostraron ante sus desquiciados ojos completamente abiertos. Era imposible distinguir nada, pero podía apreciar diferencias de tamaño en su enormidad.

La más grande, la que parecía ocupar cientos de metros de altura, señaló en su dirección provocando un despiadado horror en su corazón.

—Feliz Navidad, cariño —escuchó de la voz de un hombre con total nitidez.

—Feliz Navidad, cielo —secundó la mujer cuya sombra era de menor tamaño dentro del gigantismo que parecían reflejar aquellas negras formas.

La tercera y más pequeña de las figuras se acercó con cautela hasta el cristal y sin apenas esfuerzo lo quebró y se introdujo en él, mostrándole en un aterrador primer plano la horrible verdad que le esperaba...

No se trataba de un cristal.

No se trataba de un gigante.

Supo por fin de dónde provenía el intenso olor a plástico.

Era él.

Siempre sería él.

Sintió la ira y la furia creciendo en su interior, escondidas bajo una congelada sonrisa eterna.

—¡¡Gracias, Santa!! —gritó la niña

—¿Te gusta, corazón?

—¡Me encanta este muñeco, mami! —exclamó mientras tiraba con todas sus fuerzas de la anilla situada en su espalda provocando un inenarrable dolor.

—¿Quieres jugar conmigo? —brotó involuntariamente de su garganta al tiempo que sus órganos se desgarraban por dentro en una orgía aterradora de sufrimiento que solo acababa de empezar...

—¡Síiii! ¡Feliz Navidad! —celebró la niña saltando y riendo por la habitación.

Toda su existencia, su vida, sus recuerdos, sus amores y pasiones...perdidos para siempre.

Quiso llorar. Pedir auxilio. Escapar.

No pudo.

Jamás podría.

La UrnaWhere stories live. Discover now