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"Junio, 2005

Tenía ocho años. Recuerdo que había llegado al pueblo al mediodía, después de más de tres horas en el coche escuchando una y otra vez el disco nuevo de Amaral que me había regalado mi madre después de las notas.

Mis padres conocían el pueblo desde que eran jóvenes gracias a unos amigos suyos, también asturianos, que los llevaron cuando aún eran novios. Decidieron seguir yendo los veranos.

El viaje siempre se me hacía largo, sobre todo porque no aguantaba las ganas de volver a ver a mis amigas. Nagore, Iria y Leire. No sabía si estarían todas, pero esperaba cada verano con ansia.

Después de dejar las maletas en el pequeño chalet que mis padres habían alquilado, comer algo rápido y pedirle a mi madre más de diez veces que llamase a los padres de Nagore hasta que habló con ellos y me dijo que no llegarían hasta el día siguiente, decidí salir al jardín.

Nuestro pueblo de verano, en Galicia, no tenía más de cien habitantes. Era muy tranquilo, al borde de un gran bosque de castaños y cerca de varias playas poco concurridas. En el pueblo olía a mar y eucaliptos y, aunque a menudo llovía, cuando hacía sol podías sentir toda su calidez.

En el jardín, que más bien era terreno salvaje que rodeaba la casa, me puse a jugar. Estaba acostumbrada a hacerlo, ya que siempre había sido hija única y pasaba mucho tiempo sin compañía.
Mientras exploraba los alrededores y hablaba conmigo misma, aparecieron las gemelas por nuestra calle. Ambas tenían mi edad, aunque ellas cumplían en enero y yo en septiembre, por lo que en verano siempre me llevaban un año.
Las dos eran pelirrojas y tenían los ojos azules. La piel muy clarita, ambas muy delgadas y con la misma nariz respingona salpicada de pecas. Pero ahí acababa todo su parecido, fuera de su apariencia eran completamente opuestas.

Leire caminaba delante y dando saltitos. Llevaba la melena pelirroja cortada por los hombros, unos pantalones cortos vaqueros, una camiseta de color azul cielo y unas deportivas blancas desgastadas. En la rodilla llevaba un par de tiritas de colores. Me saludaba a gritos mientras se acercaba.
Justo detrás iba Iria. Su melena pelirroja le llegaba casi a la mitad del brazo y la llevaba recogida en dos trenzas. Llevaba un vestido ligero de color mandarina y unas sandalias blancas. Cuando su hermana comenzó a gritar, me saludó con la mano, más tímida.

Recorrí corriendo los pocos metros que nos separaban y abracé a ambas. Nos pusimos al día muy rápido. Ellas habían hecho la comunión ese año, yo había ido por primera vez a un parque de atracciones, ellas habían viajado a Madrid por primera vez con sus padres, yo había sacado las mejores notas de la clase.

Nuestra tarde pasó rápido. Las tres jugábamos a que éramos las WITCH, personajes de unos cómics que por aquella época nos gustaban mucho. Yo siempre me pedía ser Hay Lin, Iria era Cornelia y Leire era Will. Recorríamos la linde del bosque, recogíamos hojas, saltábamos desde muros...

Cuando empezó a anochecer, mis padres nos llamaron desde el jardín. Sus padres les dieron permiso para que durmieran en mi casa y cenamos juntas en el salón.
Antes de dormir, estuvimos dibujando. Yo dibujé nuestra casa e Iria dibujó varios gatos.
Leire dibujó el bosque, nuestro bosque, pero lleno de destellos y hojas de color plata.

Aquella noche, soñé con ese bosque..."

Esther levanta la vista del ordenador. Con quince años había decidido escribir sobre ellos, sobre sus veranos y las gemelas, por si acaso en algún momento era de utilidad.
La Esther adolescente pensaba que algún día sus recuerdos servirían para aclarar lo que le ocurrió a Leire.
La Esther actual no tiene tiempo para ello. Y aunque sigue intentando comprender qué pasó durante aquellos veranos, cierra el documento. Deja el portátil sobre la mesilla y apaga la luz.

El bosque de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora