I - Entre la flor y el dinero

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Todo lo que sucede a nuestro alrededor, todo lo que nos rodea, cualquier cambio que notamos y cualquier novedad que asimilamos, acaba formando parte de nuestro ser. Aunque, a veces, es difícil comprender cuál es la verdadera belleza de las cosas; porque no todo lo que brilla es oro, y no todo lo bello… es inofensivo.

*

       A las afueras de Hong Kong, China…

—¡Debemos destruirla! —exclamó la señora Suey—.

Su marido se rascó su perilla, la cual imitaba a las de sus antepasados que vivieron en dinastías tan antiguas que cualquiera podría insinuar que eran inventadas, y se acercó la pipa de bambú a la boca. Chupó dos veces con fuerza para avivar el fuego del tabaco, y a la tercera inhaló el humo con cierta ansiedad. Sus ojos casi se tornan amarillos, el tono de su piel adquirió un tono más oscuro, y una amarga sonrisa, fruto de incontables horas practicando la falsedad frente a un espejo, adornó su semblante para convencer a su mujer de lo contrario.

—No seas insensata —dijo con voz suave el señor Suey—. Lo que tenemos en nuestras manos es una rareza, la hemos cuidado durante muchos años y nos tiene que reportar mucho dinero.

—La última luna era amarilla. ¡Amarilla! Eso sólo puede significar una cosa.

—Vamos mujer. ¿Cómo puedes creer en esas cosas? Luna amarilla, azul, rosa, blanca, verde…

—Eso es, y lo sabes muy bien. La luna debió de ser verde, y no amarilla —interrumpió ella—.

El señor Suey se dio cuenta de que había metido la pata e intentó mantener la calma.

—Pero porqué te crees las habladurías de los supersticiosos.

—Me lo dijiste tú. La luna verde da el mejor fruto, la luna amarilla de la muerte, y las demás lunas no auguran nada. ¡Fuiste tú quien me lo dijo!

—¡Ahhhh! A veces no sé por qué me molesto contigo; mira que creerte todas las cosas que te digo. ¿No te acuerdas de la vez que te dije que los fideos son más sabrosos con un poco de leche de cabra?

—Sí, me acuerdo —contestó ella confiándose—.

—Que yo recuerde, los fideos estaban igual de malos, como de costumbre.

—¿¡Qué insinúas!? ¿Que mis fideos no son buenos? No te he visto quejarte cuando te los comes…

Él se volvió a rascar su perilla y sonrió. Miró atentamente a su mujer y comprendió que había conseguido lo que él quería, desviar la conversación hacia aun tema que no incluyese a su preciada flor. Estaba muy orgulloso de aquella flor, era un regalo de su abuelo, que a su vez la había heredado del suyo, y que este último lo había conseguido de una manera misteriosa que se negaba a contar. Entre los familiares corría el rumor de que, cuando era joven, asaltó una caravana proveniente del norte, y después de matarles a todos se apoderó de la preciada flor. Otros comentaban que sencillamente la había ganado en una partida de Dominó, aunque las malas lenguas llegaron a insinuar que durante la partida llegó a drogar a su oponente, dejándolo atontado hasta que finalmente le mató para que nunca pudiera vengarse.

—…mis fideos son los mejores… —continuaba la mujer—.

No le preocupaba. Observaba los grillos disecados en las cajas de madera, las mariposas muertas colgando por el techo con la ayuda de finos hilos semejantes a las sedas de las arañas, pensaba en los pelos de cierva polvorizados que vendería por un precio muy bueno, pero sobre todo se deleitaba con la ilusión que le hacía cobrar los doscientos mil euros que había negociado por la venta de esa planta. Estaba maldita, no albergaba ni la menor duda sobre ello, pero eso no le importaba lo más mínimo. El mensajero no tardaría mucho en llegar para recoger la preciada mercancía, y su mujer ya se había olvidado de la bronca inicial; acabó ensimismándose con el tema de los fideos, lo bien que los cocinaba, lo sabrosos que le salían, y la olla que utilizaba.

—Sí mujer, tienes toda la razón —decía el señor Suey, en un tono amable y complaciente—.

—No me gusta que me des la razón porque sí. ¿Sabes qué? Ahora mismo voy a preparar unos fideos a ver si te los comes o no.

—Muy buena idea.

—Y que la planta esté aquí cuando vuelva, que no me he olvidado de ella.

El señor Suey asintió y sonrió, demostrando a su esposa que ella había ganado la discusión. Pero no era el caso. No podía haber acertado más. Ella en la cocina y él entregando la mercancía. Una flor milenaria. Una flor que sólo florece durante la luna llena después de dos siglos tras su nacimiento; seis generaciones la cuidaron para disfrutar de la visión de ese milagro, o de su maldición. Aunque a él, únicamente le interesaba el dinero… y pronto lo tendría.

Próximamente: El feto.

¿Niños robados? ¿Cría industrial? ¿Asesinato en masa? Descubre el secreto que oculta una organización sin escrúpulos, en la siguiente novela de Alexander Copperwhite… Fecha de publicación: 2015

La flor marchitaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora