Aquella tarde la cafetería estaba atiborrada de comensales. Valentín corría de un lado a otro; tomando órdenes, limpiando mesas, y ayudando un poco en la cocina pues Don Gonzalo no se daba abasto.
El muchacho comenzaba a pensar que esas personas se dedicaban a espiar el negocio todos los días, para luego ponerse de acuerdo y entrar en el peor momento, Cuando el negocio estaba reluciente, la cocina lista para ser usada y él tenía el mejor ánimo para trabajar, no se pasaba ni un alma por el lugar; mientras que ante el menor descuido o atraso, los clientes hacían acto de presencia por montones. Y en cuanto creía estar a punto de tener un descanso, la campanilla de la puerta sonaba antes de que pudiera sentarse.
Él únicamente soltaba un suspiro y volvía a sonreír para quien sea que acabase de entrar.
«¿Por qué acepté cambiarle el turno a Mariana?» se preguntaba internamente, para luego contestarse a sí mismo: «porque es la graduación de la enana».
Pilar, su hermana menor, llevaba casi un mes entero taladrándole la cabeza con el tema de su graduación y haciéndole prometer una y mil veces que no iba a faltar.
—Ya te dije que sí, Pili, ahora déjame tranquilo —le decía en repetidas ocasiones.
A su hermanita le hacía mucha ilusión que sus amigas conocieran a su hermano, pues estaba segura de que más de una le echaría el ojo, y entonces por fin dejaría de ser un «solterón», como ella le llamaba. Pero no dejaría a su hermano caer en las garras de la primera que se le pusiera enfrente, claro estaba. Ella escogería a la candidata ideal para él.
Valentín seguía de un lado para el otro, seguro de que había recorrido varios kilómetros con tanto ir y venir. Pensaba que podría ganarles a muchos atletas profesionales, puesto que ellos no tenían que correr sosteniendo una bandeja, ni soportar a varios clientes que se quejaban por lo que fuera.
Si no era rapidez con la que servía, era que se habían arrepentido y que querían ordenar otra cosa, o que la salsa estaba demasiado caliente e incluso que la limonada sabía mucho a limón.
—Ese fue el último —dijo el muchacho mientras tomaba una silla y se desplomaba sobre ella.
Parecía que por fin podría descansar, pero el ya conocido tintinear de la campanilla le dejó en claro que su trabajo no había llegado a su fin.
—Hablaste muy pronto —Don Gonzalo le lanzó el trapo para limpiar las mesas, Valentín lo atajo para luego ir a atender al nuevo comensal.
La vio ahí sentada, una mujer de no más de veintitrés años, según él, su cabello negro y ondulado fue lo primero que llamó su atención, su semblante la hacía ver calmada y un tanto misteriosa. Se obligó a salir de su estupor y decidió hacer su trabajo.
—Buenas tardes —sonrió como siempre—, bienvenida a La Cabaña —limpió la mesa y después le tendió la carta.
La mujer le dedicó una rápida mirada antes de ponerse a pasar la vista por los nombres de platillos y bebidas escritos en el menú. Valentín se retiró un momento para dejarla decidir cuál sería su orden, la observaba tras la caja registradora.
Ella tenía un rictus serio mientras tamborileaba los dedos sobre su mentón, pasaba las páginas una y otra vez, deteniéndose en una para luego negar rápidamente y volver a otra. Después de pasar varios minutos así, cerró la carta y parecía lista para ordenar.
Valentín se acercó rápidamente y antes de que pudiera pronunciar alguna palabra ella se le adelantó diciendo: —Quiero un pastel de moras y un té frío de cereza. —Le extendió la carta al muchacho quien anotaba a prisa su pedido.
YOU ARE READING
Voces del viento
General FictionUna compilación de varios cuentos inspirados en distintos escenarios que van desde lo cotidiano hasta hechos históricos, vistos a través de los ojos de sus principales actores, busca reflejar el arte de la simpleza en cada uno de sus personajes...