RIVALES ENAMORADOS 1

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CAPÍTULO 1.

Inglaterra. 1818

«¡Un condenador tutor!», pensó enfadada.
Una fina película de agua empapaba caminos y prados, y el cielo estaba cubierto de nubes grises. El carruaje pasó por encima de un socavón, una de las ruedas se atoró y la cabina se ladeó peligrosamente, haciendo que el cochero jurase entre dientes y la muchacha que ocupaba el vehículo se golpeara un hombro contra la puerta. Abrió la cortinilla al ver que paraban y escuchó de fondo los epítetos ásperos de su cochero en contra de los elementos. Lo vio trajinar junto a la rueda, de rodillas sobre el barro, chorreando agua su capote y su sombrero, que apenas lo protegían de la lluvia.

—¿Qué ha pasado, señor Mcbert?

—Que si llegamos a la ciudad con esta rueda, va a ser un milagro, señorita. Intentaré ponerle remedio, a ver si resiste. Cierre la cortina, cada vez llueve con más fuerza.

—¿Puedo ayudarle en algo?

La risa del sujeto llegó hasta ella amortiguada por el ruido del agua que repiqueteaba sobre el techo del vehículo.

—No, señorita, aunque se agradece el gesto.

Candy cerró, recostándose de nuevo en el asiento.


Desde que salieran de Edimburgo no había tenido más que problemas. En realidad, desde que a Thomas White se le ocurriera morirse, dejándola sumida en la incertidumbre y la pena. Porque, a pesar de haber sido un hombre severo, de férreas costumbres, que nunca le dispensó demasiadas muestras de cariño, ella lo quiso. Huérfana desde niña, la había acogido, procurándole la mejor educación y siendo para ella el único padre conocido. La vida no era justa. Al menos, a ella, parecía querer quitarle siempre lo que más amaba. Primero sus padres, luego su tío… No le conoció enfermo, ni siquiera un resfriado, y seguía extrañándole su repentina muerte. Lo encontraron en la biblioteca, con un libro en las manos, como si durmiese. Por lo que dijo el médico, su corazón no quiso seguir latiendo. Volvía a estar sola. Se recriminaba a sí misma el abominable sentimiento de efímera libertad que, por escasos segundos, la embargó al conocer su fallecimiento. Había sido un instante, pero se arrepentía: le parecía repugnante y la denigraba como persona. A pesar de avergonzarse, se lo confeso a su vieja dama de compañía. La señorita Pony, con la que no tenía secretos.

—No hay nada de malo en que, por un instante, te hayas sentido aliviada. Todos sabemos que tu tío no era, lo que se dice, un sujeto de costumbres alegres. Ni cariñoso. No lo fue con nadie, en realidad, aunque a ti te quería como si fueras su hija. Era un buen hombre, eso sí, uno de los mejores, pero nunca acabó de entender que tú estás en la flor de la vida. Para ti no ha sido fácil pasar tantos años encerrada en colegios o entre estos muros. No te culpes, niña, la aspiración a ser libre nace con el ser humano.
Mantuvo la compostura durante el entierro, soportó con estoicismo el pésame de amigos y conocidos, se encargó de organizarlo todo, de atender a quienes se quedaron a pasar la noche en la mansión... Fue un modelo de serenidad y fortaleza. Pero cuando todo terminó, se encerró en su cuarto, negándose a ver a nadie. La señorita Pony consiguió que saliera, aunque fuera para deambular por la casa como un alma en pena, sin fuerzas para nada, abrumada de ver los ventanales y los espejos cubiertos de telas negras. Le dolían los ojos de tanto llorar. Sin embargo, cuando dos días más tarde escuchó de labios del abogado, Neil Legan, las disposiciones dejadas en el testamento, se olvidó del dolor y le sobrevino un arrebato de furia.

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