Tenía cuatro años la primera vez que mi padre me dijo que me hiciese hombre. ¡Cuatro años, tamaña tontera! Lo había escuchado decir esa palabra en otras ocasiones, para definirme, para definirse, para contar una historia cualquiera y nombrar algún gallo que participaba en ella, pero esa fue la primera vez que la dijo de esa forma, como si le diera importancia.
Me plantó un billete en la mano y me envió al pueblo. Treinta minutos en bicicleta, mis piernas cortas y gorditas apenas podían con el camino. Tuve que parar varias veces, y hacer malabares para encajar una botella de aguardiente bajo el brazo y una cajetilla de cigarros entre las piernas.
Todos en el pueblo conocían a mi padre, nadie se le iba a oponer jamás. Me dieron lo que necesitaba y volví a la casa. Mi madre era un mar de lágrimas cuando me vio cruzar la puerta de entrada. Recuerdo que mi padre tomó las cosas de mis manos de un manotazo y me dio una especie de mirada orgullosa.
—Deja de moquear, mujer —Le ladró a la vieja. —Si le consientes demasiado, le convertirás en un mariquita.
Para mi padre era importantísimo que yo me hiciese hombre. Pues ser hombre te daba estatus, poder y privilegios. Como todo, también tenía reglas que cumplir y se encargó de recordármelas a medida que crecía.
Un hombre no llora. Un hombre no habla de sentimientos. El amor es un invento de las mujeres, un hombre busca el placer que te da un cuerpo. Un hombre trabaja con sus manos. Un hombre tiene que oler como uno, nada de perfumes en el ruedo. Un hombre no tiene que ser letrado, mientras mantenga un ingenio agudo. Un hombre arregla sus asuntos entre dos palabras y un puño al mentón.
Así seguía y seguía.
No sé en qué momento comencé a pensar que ser un hombre era un asco. Quizás cuando lo vi golpear a mi madre y romper los platos contra las paredes.
Un hombre lleva la comida a la mesa, y la mujer debe atenderlo y ser agradecida por ello.
Basta decir que me crie reprimido, temeroso de mis maneras, odiando a mi padre, odiando de alguna manera al destino por haberme hecho niño y no niña. Detestaba ir al urinal y ver mi pene entre las piernas, era un recordatorio de lo que debía ser y que estaba seguro que no era, entonces el miedo caía sobre mi como un manto pesado; me asfixiaba, controlaba mi mente, me hacía temblar con la sola idea de que mi padre pudiese ver que yo no era un hombre... que muy posiblemente yo era un mariquita. Que no quería golpear a ninguna chica, que no quería trabajos de campo, que me gustaba leer... pero más importante, que me gustaban los chicos.
Algunas noches lloré pidiendo no despertar de mi sueño.
No me gustaba la vida.
Era horrorosa a mi parecer, un lugar desolado.
Mis plegarias nunca fueron atendidas.
Me desperté cada día, me quedé demás en la cama esperando estar aún dormido, hasta que mi cuerpo creció. Hasta que entendí algo. Que aquella era mi vida y así como estaba el pueblo a solo unos minutos, tenía que haber algo más, algo más allá de donde había podido ver.
Pensé en escapar.
Recogí un bolso con mis pocas pertenencias, esperando que la casa quedara en calma. Pero yo era un cabro que no podía moverse sin estar tranquilo con su conciencia. Desperté a mi madre en medio de la noche, rogándole que huyese conmigo. Por supuesto se negó. Recuerdo pensar que era una estúpida, una mujer insípida que se merecía todo el sufrimiento al que era sometida... y entonces sus ojos me hablaron, me mostraron la tristeza de una mujer maltratada, la falta de dignidad en un ser humano destruido por el ser al que pensó amar, me mostró lo rota que estaba y en vez de compadecerme; enloquecí.
NUEVA HISTORIA CORTA. TIENE UN POCO DE TODO Y TRAE UN FUERTE MENSAJE. AMBIENTADA EN CHILE EN LOS 30', MODISMOS CHILENOS EN ALGUNAS FRASES.
TODO TOMARÁ FORMA EN LA SIGUIENTE PARTE.
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Hecho por las manos de Dios
Short StoryHay hombres cuyas vidas pasan sin importancia alguna por la tierra; porque eso es lo que les dicen, porque eso es lo que ellos creen. El relato de un sin voz.