La justicia en Chile en como una ruleta rusa, gira y gira y es cosa de suerte lo que te toca.
Me enviaron a la cárcel. Preso por homicidio. Tal cual.
Asesiné a mi padre de certeros golpes en su cabeza. Tomé la lampara de madera que descansaba en la mesa de noche y se la partí en dos entre sangre, masa encefálica y lágrimas.
Las lagrimas eran mías.
Lloraba por él, por lo que estaba haciendo. Por los gritos de mi vieja y por mí. En especial por mí.
No tenía la menor idea que iba a terminar como terminé. Y aunque lloro por las noches y me arrepiento. El arrepentimiento no es completo. Nunca lo es y no creo que llegue a serlo.
Hice lo que tenía que hacer por mi vida.
Mi madre llamó a los pacos, lo que fue tan estúpido de su parte. Los carabineros llegaron, acompañados de una ambulancia y el cuchicheo de los vecinos, que tras años de hacer la vista gorda ante los abusos que mi padre indiscriminadamente daba mi madre o a mi en plena calle, se sintieron conmovidos con tal acto y en pijamas observaron la situación.
Cuando pienso en sus rostros llenos de hipocresía, espero que la imagen de mis manos ensangrentadas siendo esposadas con mi rostro pegado al capó de una patrulla hayan saciado su morbosidad.
Salí en las noticias. Estuve en el diario y en los canales nacionales.
Parricidio.
Que palabra tan horrenda y qué profundo lo que puede abarcar.
La primera noche me llevaron a la comisaría. Los polis eran jóvenes y me dejaron en una sala solo hasta la medianoche. Supe la hora exacta porque se les ocurrió empelotarme y tirarme agua con la manguera de los bomberos mientras que se reían de mí diciéndome que a un taita no se le toca y lo que me esperaba en la cárcel sí que iba a ser bueno. Me quedé tirado en un rincón, congelándome y con ninguna otra vista que el reloj de la oficina. No se molestaron devolverme mis prendas, ni en cerrar la puerta; así todo el que pasaba podía gritarme otro poco y verme en pelota.
Mi alma se aferró a las puertas que daban a la entrada de la penitenciaría y logró quedarse libre cuando yo no lo hice. La sentencia que me dictaron no era lo suficientemente larga como para tomar una vida, pero sí lo equivalente a matar cualquier esperanza.
Aunque me prometí ser fuerte, mi cuerpo apenas pudo con las golpizas de los otros reos en la primera noche. No dormí más de tres horas hasta el séptimo día y recibí una puñalada en la quincena, cuando me pillaron desprevenido en los baños y me tomaron entre cuatro tipos. Desperté a los días en una enfermería, con grilletes a la camilla. Me sentí aliviado de que la morfina no me permitiese sentir parte alguna de mi cuerpo maltrecho.
Lastima que no la pude llevar conmigo cuando tuve que volver a la celda y me tocó enfrentar escoger un esposo sin siquiera saber lo que eso me confería.
La primera prenda femenina que usé fue una blusa blanca con flores rojas que el gallo que se me metía en la cama por las noches me regaló. Dijo que le había pedido a su mamá que se la llevara porque él ya tenía una perra a quien dársela.
No sentí malestar alguno al usarla.
Me encantó la tela. Y la forma en que la lucía con ella.
Me gustó como me hacía sentir y como algo simplemente hizo clic dentro de mi cabeza.
La lavaba cada día después de usarla y me aseguraba de que nunca la tuviese puesta cuando el gallo quería joderme, porque se ponía bruto y podía romperla. Porque la sangre no hubiese sido fácil de sacar en un lugar donde apenas tenías un jabón de mano y te bañabas en menos de cinco minutos en un pabellón abierto o lo demás podían agarrarte. Ya fuese el culo o la garganta. Y a veces, no sabes cuál es peor.
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Hecho por las manos de Dios
Short StoryHay hombres cuyas vidas pasan sin importancia alguna por la tierra; porque eso es lo que les dicen, porque eso es lo que ellos creen. El relato de un sin voz.