Prólogo. Café sólo

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𝐼

Pasabas por delante de esa cafetería cada día, cuando volvías de la universidad. Nunca habías entrado ni te habías fijado en ella. Hasta ese día.

Aquel día te habías dejado las llaves de casa y tenías que esperar a que tu madre volviese del trabajo. Había sido un mal día: habías llegado tarde a la universidad, te habían puesto una nota baja en un trabajo y para colmo te había tocado ir de pie en el metro.

Empujaste la puerta de cristal y saludaste con un gesto de cabeza al camarero. Echaste un vistazo rápido a tu alrededor y reparaste en que el lugar estaba casi vacío. Había una señora mayor sentada en una mesa, que removía su café distraídamente mientras miraba a través de la ventana, y dos chicos algo mayores que tú sentados en otra de las mesas, en la más alejada de la puerta.

Fuiste hacia la barra y pediste un café solo. Pagaste, te acercaste a una de las mesas y te dejaste caer en la silla, exhausto. El camarero te trajo el café y le diste las gracias. Sacaste tu desgastado ejemplar de "Orgullo y prejuicio" y retomaste la lectura por donde lo habías dejado.

Llevabas media hora leyendo cuando la puerta de la cafetería se abrió y entró él. Se acercó alegremente a la barra y pidió, con voz grave pero dulce, un batido de vainilla. Tú alzaste la vista del libro y lo miraste detenidamente.

Era alto, moreno y tenía el cabello negro. Cuando pudiste verle la cara te quedaste sin respiración durante unos segundos. Era hermoso. Tenía unos ojos oscuros preciosos y al sonreír pudiste ver que tenía unos pequeños colmillos. Se sentó en uno de los taburetes y sacó de su mochila una pequeña libreta y un bolígrafo.

El camarero le dio el batido y él se lo agradeció mientras esbozaba una sonrisa. Miró a su alrededor y te vio. Rápidamente apartaste la vista y fijaste tu mirada en el libro, turbado.

Esperaste unos minutos para volver a mirarlo y viste como escribía en la libreta. Tenía el ceño fruncido, en un gesto de concentración, y de vez en cuando paraba de escribir, se daba golpecitos con el bolígrafo en la sien y volvía al trabajo. Intentabas apartar la vista de él, pero te resultaba imposible. Te tenía fascinado y no sabías porqué.

De repente, el móvil sonó en el bolsillo de tu abrigo y lo sacaste apresuradamente. Era tu madre, que había enviado un mensaje diciéndote que ya llegaba y que te esperaba delante de casa.

Te guardaste el móvil en el bolsillo de nuevo y terminaste de un trago el café que quedaba. Limpiaste tus gafas en el borde de la camisa y te levantaste de un salto. Cogiste la mochila del suelo y te la cargaste a un hombro mientras agarrabas el libro con fuerza. Te despediste del camarero y saliste de la cafetería, echando un último vistazo al joven.

𝐼𝐼

Desde entonces fuiste cada día a la cafetería. Pedías un café solo, te sentabas en la misma mesa y leías el mismo libro. Esperabas hasta que llegaba él. Cuando la puerta se abría alzabas la vista un poco y lo mirabas por encima de la montura de tus gafas. Él se dirigía a la barra y pedía siempre lo mismo; un batido de vainilla. Sacaba de su mochila el mismo bolígrafo y se ponía a escribir. Tú bajabas la vista y seguías leyendo.

Nunca os poníais de acuerdo para miraros. Cuando él te miraba tu leías y cuando tú lo mirabas él escribía.

Cuando el reloj marcaba las seis menos cinco el chico dejaba de escribir, se guardaba la libreta en la mochila, pagaba y se iba. Tú lo veías salir y cuando la puerta se cerraba tras él dabas un largo suspiro. Cuando eran las seis y diez cerrabas tu libro, te terminabas el café, limpiabas tus gafas y te ibas. Así día tras día.

𝐼𝐼𝐼

Ya había pasado un mes y tú todavía no habías reunido el valor suficiente para hablar con él. Te habías imaginado un montón de veces como sería; que le dirías, cómo reaccionaría, que te contestaría, como te sentirías al ver su sonrisa de hermosos colmillos de nuevo... pero nunca te atrevías a dar el paso.

Siempre se repetía la misma rutina. Día tras día, libro tras libro, café tras café. Lo mirabas. Apartabas la vista. Te miraba. Y apartaba la vista.

Tú leías y él escribía. A veces era al revés. Sea como fuere, nunca os poníais de acuerdo.

Un día reuniste el valor necesario para hablarle. Para conocerlo, dar paso a las palabras y que pasara lo que tuviera que pasar. Pero llegaste tarde. Él no fue aquel día. Lo esperaste hasta las seis y diez, pero no apareció. Al día siguiente volviste a ir, pero tampoco fue. Ni al otro tampoco. No volvió a aparecer por aquella cafetería por una larga temporada.

𝐿𝑎𝑠 𝑝𝑎𝑙𝑎𝑏𝑟𝑎𝑠 𝑛𝑜 𝑙𝑙𝑒𝑔𝑎𝑟𝑜𝑛 𝑎 𝑡𝑖𝑒𝑚𝑝𝑜.

•You Made My Dawn• [Meanie]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora