una historia que se debe contar

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Quería compartir esto, un pequeño rayo de amor frente a lo que sucede aquí en Chile.

UNA HISTORIA QUE SE TENÍA QUE CONTAR
Basada en hechos reales

El primer día, él salió con su cacerola y se unió al grupo. Eran cerca de treinta personas protestando en la esquina del barrio. Era una zona tranquila, residencial, inmersa en la enorme ciudad de Santiago. El ruido de sus cacerolas no se expandía como las grandes manifestaciones de la Alameda, no salía en la tele y lo más probable es que no se escuchara más allá de un par de cuadras. Pero era su forma, y juntos la fueron formando y compartiendo.
El segundo día, el grupo creció a sesenta y el ruido era más fuerte. Él estaba nuevamente con su cacerola, la única que tenía en su departamento y una cuchara chica. No era simbolismo ni estupidez, era lo único que le quedaba limpio. Hijo del paradigma, su departamento de soltero era un antro de desorden y suciedad de loza, pero el espacio de libertad que había buscado toda su vida. Emancipado de sus padres a finales de 2018, deambuló dos meses por casas de amigos. Finalmente encontró una pega que le permitía arrendar solo y se fue sin pensarlo. Hasta ese momento, era el mejor año de su vida.
El tercer día el grupo ya era casi de cien personas. Vecinos, vecinas, niños y adultos compartían bajo la desordenada percusión de una protesta pacífica. De vez en cuando se tomaban la calle, pero autos y ciclistas podían pasar sin problemas cuando lo necesitaban. Por momentos, él tocaba con fuerza, pero en otros, conversaba con sus vecinos, saludando y conociendo por primera vez a la gente del barrio. En esa vorágine de ruido, gritos y voces, la conoció a ella. Era un año menor que él, estaba terminando de estudiar gastronomía y tocaba con fuerza una cacerola recubierta con un diseño que le recordaba un tablero de ajedrez. Conversaron largos minutos, y le contó que vivía sola, a media cuadra de él. Una extraña e infantil adrenalina recorrió su masculino cuerpo y su emoción fue genuina cuando le dijo “vivimos al lado”, aun cuando la misma situación proponía esa obviedad. Ella le devolvió la sonrisa.
El cuarto día la reunión seguía. Esta vez eran menos, pero las cacerolas se escuchaban más. Además, era día de revolución, pues habían decidido pasar el toque de queda. En los días que la medida llevaba vigente, siempre se habían guardado obedientemente a la hora. Además, ni carabineros ni militares habían deambulado por el lugar. Quizás por eso ese día querían cruzar la barrera de lo permitido. Él llegó como siempre y se desilusionó un poco al no encontrarla a ella. Sin embargo, a la media hora, apareció, lo tocó por la espalda y le dijo “te tengo una sorpresa”, mientras guardaba algo detrás de su espalda. El no pudo si disimular su emoción, y no alcanzó ni a preguntar qué era, cuando una gran cuchara de palo apareció frente a sus ojos. Ambos se quebraron en carcajadas frente la situación. Era la libertad, el absurdo, la realidad, las cacerolas. En esa micro comunidad habían establecido una relación de dos días, tan intensa como la justicia que querían lograr. Cuando dio la hora del toque, todos se miraron, pero con la fuerza que regala la unión, siguieron tocando. Él, algo nervioso, sudado y tembloroso, le dijo a ella que estaba muy feliz de haberla conocido y de haber cruzado el límite de lo permitido. Ella sonrió, se acercó y le dio un beso. Las cacerolas celebraron el momento, y cuando se dieron la mano, descubrieron que su vida había cambiado. No sabían si iban a conseguir lo que querían, pero al menos se habían encontrado y eso nadie se los podría quitar.
El quinto día, no fueron las cacerolas. Se habían autoconvocado a un cabildo de barrio para reflexionar sobre lo que estaba pasando. Ambos llegaron y se sentaron juntos. Él le hacia cariño en el pelo; ella le rascaba la rodilla. Todos hablaron, se escucharon y se aplaudieron, pero cuando dio el toque, se retiraron. Solo quedaron ellos. Se sentaron uno frente al otro y siguieron hablando, pero ya no de Chile, si no que de ellos mismos. Gustos, hobbies, pensamientos y secretos aparecieron en el anonimato de la enorme ciudad de Santiago. Hablaron de la soledad que sentían, y de lo cómodos que estaban cuando conversaban. Ella lo invitó a su casa. Cocinaron juntos unos tallarines con salsa, mientras se reían y se ensuciaban la ropa. Jamás llegaron a comer, porque la pasión contenida de los últimos días los llevó por inercia a la cama. Se dejaron llevar por los acontecimientos, y sumergidos en la locura juvenil, se entregaron al otro con desborde de ternura, respeto y una pizca de rudeza. Se quedaron dormidos juntos y despertaron acalorados. Ella se duchó y él revisó su celular. Desayunaron tallarines pegotes y al salir del departamento, cada uno enfiló para su lado. Durante todo el día sintieron esa sensación de querer estar con el otro, propia del enamoramiento salvaje. No dejaron de sonreír y cuando cayó la noche, llegaron nuevamente con las cacerolas. Se juntaron diez personas, el ruido disminuyó y la convocatoria fue corta. Pero ellos se quedaron conversando hasta tarde, pues el amor había surgido desde el descontento, y entre cacerolas, cucharitas y cucharas, nació una historia que se tenía que contar.

#Puntete.

Esta historia la tomé prestada de Facebook, espero les dé un poco de esperanza y fuerza para no rendirse jamás.

PesadillaWhere stories live. Discover now