Habían pasado dos meses, septiembre y octubre parecían irremediablemente haberse desvanecido, como si se me hubieran escapado de las manos , incluso a veces, como si no me hubieran dejado respirar. Me provocaba incertidumbre pensar que ya era noviembre, y que en muy poco tiempo mi vida se había convertido en un torbellino de emociones en cadena, que a veces no era capaz de controlar, y no lo soportaba. Yo, que siempre había sido obsesiva, perfeccionista y tremendamente controladora, ese 5 de septiembre había dejado todo atrás para decirle que si a Gonzalo.
Sin embargo, habían sido dos meses en los que hacía tiempo que no me sentía tan libre, tan feliz. Era como si después de haber estado sufriendo, me hubiera lanzado al vacío para descubrir que no era oscuridad, si no que mi vida tenía mucho más sentido ahora. Simplemente vivía, pero era más yo. Con él todo era más fácil, podía reírme, llorar; solo tenía ganas de parar el tiempo, sentía como si quisiera detener el universo para que no pasaran las horas y así poder pasarlas todas con el. A su lado siempre era otoño, veía en sus ojos, mi estación favorita, mi canción, el futuro, y sobre todo, me veía a mi reflejada en ellos profunda y delicadamente, sabia que el también me quería.