Doce meses.

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Había luna llena, era una de esas tonterías que me hacía sentir especial e insignificante al mismo tiempo, por un momento, la luna se había llenado, embelleciéndose, para mi.
Esa sensación de, apenas unos segundos, merecer la atención del mundo, era la misma que sentía bajo la mirada de Gonzalo. Cuando me atravesaba con su ojos sentía una mezcla entre incertidumbre, curiosidad y hogar. Ni siquiera yo era capaz de discernir qué hervía en mi estando con él, aún tratando de esforzarme por entenderme.

Habían pasado muchos meses, habíamos construido, pero también destruido. Y ese vertiginoso sentimiento de que juntos éramos un torbellino implacable me asustaba. Los dos habíamos cambiado irremediablemente desde el cinco de septiembre. Éramos un "nosotros", tanto, que me dolía imaginarme la vida sin el, en doce meses ya era parte de mi, como si antes de él no hubiera sabido existir, o por lo menos, como si ese recuerdo se hubiese desvanecido involuntariamente de mi mente.

A veces, me costaba poner en orden mi propia cabeza, como si una tormenta se levantara despiadadamente en mi interior; impredecible, inexorable. Y ahí estaba yo, sin capacidad de reacción, sin salvavidas, a la espera de que sentimientos traería consigo.

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