El movimiento del barco era embaucador: sereno, pero inocuo.
Mientras, la desesperación afloraba desde lo más profundo de mis entrañas, las lagrimas brotaban, fruto de la incapacidad para expresarme. Me tapaba la cara y suspiraba sigilosamente.
Gonzalo permanecía en silencio, implacable, impasible; su expresión suplicaba auxilio, también estaba al límite del vacío. Sin embargo, yo no sabía proporcionarle el rescate que me gritaba en silencio.A veces, mis ojos atisbaban un rayo de luz, pero rápidamente se desvanecía, volvíamos a discutir, como un disco rayado que deseaba destruir embargada por la rabia. Cortantes frases, como afilados cuchillos que nos lanzábamos el uno al otro, cortaban el gélido silencio.
Mi mente era un caos absoluto, una situación de éxtasis ante la que, contra todo pronóstico, te paralizas. Supongo que era porque ninguno de mis sentimientos conseguía durar más de un segundo. Una parte de mi quería besarle y decirle que todo iría bien, y otra me impedía incluso poner mi mano sobre la suya y me hacía bullir en irritación.
Los momentos de exasperación acababan por agotarse, nos cansábamos de sentirnos afligidos y hostigados y entre lágrimas nos perdonábamosYo me odiaba cada vez que algo así ocurría, sentía brotar en mi la toxicidad que siempre había aborrecido. Me repetía, «yo no era así», y «yo no soy así» hasta la saciedad. Pero sabia que no era cierto, aquel vomitivo estereotipo de novia celosa y tóxica al que yo siempre habría mirado por encima del hombro, de repente me había sorprendido ingratamente en mi propia piel. Y lo odiaba. Buscaba una explicación. Cuando Gonzalo lidiaba con mi estúpido comportamiento se castigaba y volvía a mi rogando una reconciliación, y yo, me sentía orgullosa de que no hubiera descubierto la repulsión que hasta yo me provocaba, y a la vez, invadida de culpa y de miedo
