Capítulo 1. La proposición

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Acababa de cumplir dieciocho años cuando uno de los mejores guerreros del reino, recientemente nombrado caballero, pidió mi mano en matrimonio. Podía haber escogido a Ingrid, mi hermana mayor, y de ese modo garantizarse el señorío a la muerte de mi padre, pero por alguna razón me prefirió a mí. No entendía cuál podía ser esa razón, pues no solo Ingrid era increíblemente bella, sino que él nunca antes había manifestado el más mínimo interés por mi persona.

Sandor no había acudido muchas veces al castillo, pero era poco probable que verle no te dejase una impresión suficiente como para recordarle. Muchos le tenían miedo, incluida yo misma, porque medía una cabeza más que el hombre más alto que yo conociera y, sobre todo, tenía medio rostro desfigurado por una quemadura. Sin embargo, a mí me resultaba atractivo. Por el color de sus ojos, grises como un día nublado y cargados de una bella nostalgia, por su cabello largo, espeso y negro como la brea, pero en especial, por la dignidad de su porte y la fiereza de su gesto.

Varios hombres habían intentado cortejarme, a pesar de que yo solo podía ser del esposo que mi padre viera conveniente para mí. No es que él fuese a obligarme, pero más les convenía convencerlo a él, que debía dar su bendición, y en eso Sandor era el más capaz por el momento. Tampoco me había interesado lo suficiente ninguno de ellos, con sus palabras bonitas y sus gestos románticos que sentía demasiado predecibles y faltos de sinceridad. Si podía decidir, y aun a riesgo de pecar de ingenua, prefería a alguien que presentase asperezas de primeras, que a una encantadora serpiente que sacase los colmillos cuando ya fuese demasiado tarde.

Mi padre me convocó al medio día en el salón de audiencias, sentado en su sillón. Lo primero que hizo fue lamentar que la propuesta no hubiera sido para mi hermana, porque Sandor era extraordinario en batalla y no se dejaba seducir demasiado ni por las mujeres ni por el vino. Él le había asegurado que cuidaría de mí hasta el último de sus días, que jamás permitiría que nadie me hiciera ningún mal y que nos quedaríamos allí, en aquel castillo, si ese era mi deseo. Mi padre comprendía que Sandor no fuera de mi agrado, pues no podía parecerse menos a los príncipes de los cantares con los que toda doncella debía soñar, pero pensaba que sería un buen esposo para mí.

Aunque me hubiera gustado más oír la declaración de Sandor salir de su propia boca, aquellas palabras me complacieron bastante. Sin embargo, seguía temiéndolo, pues después de todo no le conocía en realidad, y no sabía qué esperar de su trato cuando estuviésemos a solas, razón por la que no pude decirle que sí a mi padre. Pero, como no le dije que no, él entendió que estaba dispuesta a ser una buena hija.

―No te arrepentirás, Elin. La boda será en tres días.

Salí del salón de audiencias con el pulso despotricado y pidiendo a los dioses que no me cruzasen con Sandor de camino a mi alcoba. Y por suerte, no lo hice con nadie en absoluto, que pudiera ver mi acalorado rostro, y pude refugiarme para intentar hallar, aunque fuese, un poco de tranquilidad.

Entonces, llamaron a la puerta.

Pregunté desde la cama quién era, pero no contestaron y tuve que ir a abrir. El corazón me dio un vuelco cuando vi a Sandor al otro lado.

―¿Puedes salir un momento? ―preguntó.

Poseía una voz grave capaz de ser oída por encima del clamor de cualquier contienda, o al menos, eso era lo que a mí me había parecido en cada oportunidad en el comedor. En esos momentos, la primera vez que él me hablaba directamente, casi susurraba y logró hacerme vibrar como un trueno con una ventana. Me era imposible mirarle a los ojos, y como no me fiaba de mi propia voz, me limité a asentir con la cabeza y a salir al pasillo. Aunque me había dado tiempo a ver que llevaba puesta su armadura y que ésta estaba impecable, lo que hacía que pareciera más grande y fiero aún, a pesar del aroma dulzón que desprendía.

―Tu padre me ha comunicado que has aceptado ―dijo―. Sé que me tienes miedo, pero te aseguro que intentaré ser un buen esposo. El esposo que te mereces. Te doy mi palabra.

Aún sin poder devolverle la mirada, traté de decir algo, pero tardé tanto tiempo que él entendió que debía marcharse. Con mis latidos desbocados y falto el aliento, decidí regresar al cobijo de mi alcoba. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que volviesen a llamar a la puerta. Gracias a los dioses, solo era Gerda, aunque por su ceño fruncido, supe que venía a cuestionar que mi decisión.

―¿Es cierto?

―Sí, lo es.

La dejé pasar y fui a sentarme en la cama. Ella se colocó a mi lado.

―Pero ¿tu padre te ha obligado?

―No ―aseguré―. No me entusiasma, pero no me ha obligado.

―Creía que te gustaba Ivar.

―Ivar es agradable, pero no hay nadie más digno que Sandor.

―Sí, es digno, pero resulta aterrador. Además, ya sabes las cosas que dicen de él. Y bueno... ¿Qué pasará... ―Se señaló la cara―. Tendrás que mirarle cuando estéis en el lecho.

La entendía, Jorgen era un hombre bastante guapo, pero al imaginarme la situación con Sandor, no fui capaz de sentirme como ella esperaba. Me asustaba, sí, pero por el anhelo que de repente se generó en mi interior.

―Bueno, y cuando hables con él ―añadió―. Aunque no me imagino de qué podéis hablar, la verdad. Si a ti te gustan los remedios y a él crujir huesos.

―Va a ser mi esposo, no un amigo. Bueno, si pudiera tener alguno.

―Pues Jorgen y yo hablamos mucho. Creo que es importante en una pareja.

―¿Qué tal va todo?

Quería desviar la atención. La verdad, me preocupaba mucho más la noche de bodas que no poder conversar con mi prometido.

―Pues muy bien ―dijo con una sonrisa que le iluminó la mirada―. No deja de decirme cuánto me ama a todas horas.

Me arrepentí de mi pregunta. Siempre la había envidiado por su franqueza, pero en las últimas semanas, lo que llevaba ella de casada, me había hecho sentir algo triste. Desde bien pequeña me había presionado a mí misma con la certeza de que tendría que casarme con un hombre al que no amaría, ni él me amaría a mí, pero eso no quería decir que no me doliese ni que no me ahogara pensar en el futuro.

―Me alegro ―dije obligándome a corresponder su gesto.

―¿Estás segura de lo que vas a hacer? Luego no habrá vuelta atrás.

―¿Cómo puedo estar segura? Solo puedo confiar en el criterio de mi padre. No creo que él me desee mal alguno.

―Eso seguro, Elin.

―Y tampoco me interesa ningún otro hombre, y ya tengo dieciocho. Tendría que haber tenido ya un hijo, como mi madre.

―Tu hermana tiene veinte y ahí sigue.

―Pero a ella le sucede lo contrario que a mí: no se decide.

Se rio y yo me reí con ella, y las dos nos dimos un abrazo.

Se rio y yo me reí con ella, y las dos nos dimos un abrazo

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