Capítulo 21. Gracias a los dioses I

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Le pregunté a Karl cómo estaba mi esposo.

―No ha dormido apenas, como nosotros y vuestro padre. Hemos estado buscándoos por todo el bosque. ¿Qué es lo que ha pasado exactamente?

La dureza de su tono y de su mirada me dio a entender que él no tenía del todo claro que yo me hubiera marchado por la fuerza. Por los dioses, esperaba que Sandor no lo hubiese pensado también.

―Ivar me secuestró ―dije muy seria, mostrándole mi tobillo―. Me dejó inconsciente y me llevó a una cabaña al otro lado de la montaña.

―¿Cómo? ―preguntó ceñudo.

―Hay una abertura. En la dirección que ha ido Vikary.

Miró hacia donde yo le indicaba. Entonces, escuchamos unos pasos apresurados y vi que se trataba de dos hombres. Uno de ellos era Kevan. Tenía la cara completamente colorada y no dejaba de jadear.

―Elin ―dijo con todo el alivio del mundo.

Corrí hacia él para darle un fuerte abrazo. Me correspondió y le escuché darle gracias a los dioses.

―¿Y Sandor?

―En la otra punta. Tardará un poco en llegar. Karl, dale a tu cuerno que yo no puedo.

Volvieron a sonar dos toques. Kevan me colocó la capucha sobre la cabeza y me apretó bien el abrigo. Luego me ofreció algo de agua y comida que llevaba en una bolsa a su espalda.

―Siento mucho todo esto ―dije.

―No es tu culpa ―aseguró.

No lo tenía tan claro. Por mucho que Ivar me hubiese obligado, debí haberle dejado las cosas más claras o haber advertido a mi padre, al menos. Mi compasión por ese hombre me había provocado un gran pesar, y lo que era peor, se lo había provocado a Sandor.

―No sabes lo que he temido que no te encontrásemos ―dijo Kevan―. Nunca le había visto así.

El pecho se me encogió y se me volvieron a saltar las lágrimas.

―Pero ya está todo bien ―añadió―. Estás a salvo y estás de vuelta.

Suspiró, volviendo a colocarme el abrigo. Ambos nos fijamos en los árboles del bosque, y de un momento a otro vimos aparecer a alguien.

―¡Elin! ―gritó mi padre, bajándose apresuradamente del caballo.

Corrimos el uno hacia el otro y nos abrazamos.

―¿Estás bien? ―preguntó mirándome de arriba abajo―. ¿Dónde estabas? ¿Y Ivar?

―Sí, estoy bien, padre. Estaba...

Entonces, le vi. Venía espoleando a su caballo, y cuando por fin nos alcanzó y se bajó al suelo, el animal se desplomó enseguida. A pesar de que tenía un aspecto deplorable, sucio y con los ojos enrojecidos, jamás me había parecido más guapo que en ese momento. Fui hacia él y di un salto para rodear su cuello con ambos brazos.

―Lo siento, mi amor ―susurré llenándole la quemadura de besos.

―¿Dónde está?

Intenté mirarle a los ojos, pero mantuvo su agarre tan fuerte que me fue imposible.

―Sandor, hace horas que lo dejamos. Ya se habrá marchado.

―¿Lo dejamos? ―siseó.

―El hombre que me ha salvado ―aclaré―. Un señor que...

Me puso en el suelo y me dedicó una mirada tan dura como una piedra.

―Hay una abertura en la montaña ―intervino Karl―. Tu esposa dice que Ivar la llevó a una cabaña. Lo que no sé es en qué dirección.

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