Rutina

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Alden dejó el bolígrafo y el papel en el que escribía cuidadosamente en la mesa de enfrente suya y aguzó el oído. Se mantuvo en silencio por unos segundos aguantando la respiración. Nadie excepto su jefe y un par de personas más sabía que él estaba ahí escondido, o al menos eso pensaba. Era mejor tomarse precauciones. Aún era un Y, tenía toda la vida por delante. Lo oyó otra vez. Creyó haber escuchado, a lo lejos, el sonido de una pistola. Podría salir de su pequeño búnker para echar un vistazo rápido, pero la hora del toque de queda se acercaba, y con lo que pasaba últimamente, uno no podía fiarse mucho. Escuchó la sirena de la ambulancia a lo lejos. Tuvo el presentimiento de que fuese quien fuese al que le habían disparado, no saldría vivo. Hace meses, Alden pensaría que habían disparado a un Z, quizás a un YZ, pero ahora los Incógnita mataban incluso a los X. Los pillaban desprevenidos jugando en la calle y los mataban. Viniendo de seres como ellos y en qué se estaban convirtiendo en las últimas décadas, el chico se esperaba cualquier cosa.

Comprobó si todavía tenía agua. Agradeció internamente que su manguera aún funcionase y se dio una ducha helada. El chico, tiritando, se vistió lo más rápido que pudo. Un escalofrío lo interrumpió varias veces en el proceso, bailando por su espalda. Cuando se hubo vestido al final, se acurrucó en su gran abrigo con estampado de camuflaje y no paró de moverse hasta que encontró la posición perfecta. Los pelos que tenía el chaquetón alrededor del cuello le daban un calorcillo agradable. Se colocó bien sus guantes marrones y se deshizo del viejo e incómodo parche. Había sido un día duro de trabajo sin parar, y tenía que reconocer que se había arriesgado saliendo a la calle en un día como aquél. Tiroteos, incendios, manifiestas. Ese día fue como un tornado y aquella vez tuvo la suerte de estar lejos de él.

Ya había hecho todo lo que tenía que hacer por ese día, así que no quedaba otra cosa más que dormir. De nada le serviría encender la televisión en la hora del toque de queda, excepto si quería que lo pillaran en el silencio en una de las meticulosas expediciones de los Silimen y lo arrestaran por no pagar impuestos. Se fue al colchón que tenía en el suelo y se tapó con el gran y agradable abrigo de su padre, ignorando los gritos y bocinazos todo lo que podía. Si un sonido lograba filtrarse a través de las gruesas láminas de metal, era una de dos: o el sonido se encontraba cerca, o es que era muy alto. Ambas no eran muy tranquilizadoras. Alden sabía que no iba a conciliar el sueño fácilmente, pero no mataban por soñar. Tampoco por dormir.


IncógnitaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora