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El característico chirrido de una puerta de metal, especificando más, la de su búnker, lo despertó de su sueño más bien poco reparador. Dudaba mucho que fuera un Incógnita, por lo que estaba más o menos tranquilo. Ellos no solían frecuentar las vías de la estación de tren abandonada de Neo, así que jamás encontrarían su escondite. Se giró en la oscuridad para ver si distinguía al desconocido: era una figura alta, de complexión normal y de ademán despreocupado que se acercaba a él con las manos en los bolsillos. Sólo con ver su silueta ya sabía que se trataba de su jefe y mejor amigo Tony Temp. Como era tan importante para él, le confió una copia de las llaves de su búnker por si las cosas se ponían feas en su bar. Se incorporó del colchón y se frotó los ojos, cuestionándose por qué habría venido tan de sopetón. Abrió la boca para hablar mientras se desperezaba, y salió una mezcla de un susurro y un bostezo.

—¿Ton-Ton? ¿Eres tú?—preguntó para reasegurarse. La figura suspiró exasperada y se sentó apoyando las rodillas en el suelo.

—¡Me cago en...! ¿Por qué no te asustas nunca?—gritó susurrando el cocinero.

—Porque te conozco—musitó Alden, ronco, sonriendo levemente a la par que encendía la luz, mostrando a un pobre hombre desconsolado.

Ése era su mejor amigo: un YZ vago, perezoso, remolón y despreocupado, que, a saber cómo, era millonario, tanto en efectivo como en criptomonedas, sin hacer el más mínimo esfuerzo. Por eso, miles de Incógnitas intentaban matarlo o, como mínimo, hacerse con buena parte de sus criptodinero, pero era imposible. Su bar era tan lujoso como seguro, y estaban equipados con decenas de guardas que se jugarían la vida por su jefe, básicamente por la desorbitante suma que les pagaba. Igual era con su cuenta bancaria: ni el hacker más avispado era capaz de conseguir sus contraseñas ni acceder a la más mínima parte de sus riquezas.

—Pues no me conozcas tanto y asústate de una vez, ardillita—murmuró sonriente mientras pasaba su mano por la cara de su amigo.

Aparte de amigo, Tony también ejercía de figura paternal de vez en cuando: se quedaba con él cuando podía, lo protegía, le hacía comida. Él mismo lo sabía en el fondo. Que fuera perezoso no significaba que no fuera orgulloso. A Alden le gustaba pensar que su compañero era multiusos: era jefe, guardaespaldas, padre, madre, hermano, primo... Pero lo más importante de todo es que era su amigo. Un amigo de verdad, de los que no se aprovechan ni tienen pensamientos homicidas. En tiempos como ese era bastante difícil conocer a alguien como él. Ya no quedaba gente sincera, y lo sabía perfectamente. Alden no los culpaba. Pensaba que, como nadie confiaba en nadie, todos eran cuidadosos y actuaban de manera sospechosa por ese motivo. Creía que por culpa de unos malos, todos se volvían malos al cabo del tiempo. El chico se olvidaba de que todavía había personas malas que no tenían por qué ser Incógnitas.

Alden miró a Tony, sonriendo tímidamente. Este lo volvió a tumbar y se sentó en su sillón no sin antes taparlo y cerciorarse de que no pasaba frío. Al Y le estaba entrando bastante hambre. ¿Y si le pedía algo para comer? No, supondría demasiados problemas. Aparte, tendrían que salir al exterior porque él no tenía comida desde hacía algunos días. Tampoco sabía si todavía había amanecido y era bastante peligroso salir en la madrugada o antes del amanecer. Intentó apartar esas ideas de su cabeza cuando, de pronto, sus tripas rugieron. Eran como perros salvajes que devoraban su carne poco a poco y que estaban teniendo un auténtico festín, y que aun así pedían más. Tony lo miró mientras se sacaba algo del bolsillo.

Él sabía de la situación económica de su amigo, pero no podía hacer mucho por él. Sus guardas no le dejaban pagarle más de la cuenta, o acogerlo en su casa, por si le pudiera hacer algo. El rubio creyó que lo había dejado claro el día que se los presentó: era su amigo, lo pasaba mal, y necesitaba ayuda que estaba dispuesto a dar. Nada. No le dejaron. No podía hacer nada para que lo obedecieran. Su existencia era su mayor problema. Más bien, el dinero que pagarían los Incógnitas por tener su cabeza como trofeo de caza en la pared de su casa era su mayor problema. Se alegraba de haber encontrado a guardaespaldas tan devotos a su trabajo pero se lamentaba porque no lo entendían. No parecían tener sentimientos ni expresiones. Tampoco parecían ser humanos. Eran como robots programados a hacer una tarea: protegerlo a toda costa y desconfiar de todo desconocido.

IncógnitaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora