-Ella-

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Pocas cosas habían llegado a causarle verdadera impresión, y podía afirmar con orgullo que nunca se había acobardado ante nada, ni nadie, llegando a presionarse a sí misma ante el mínimo signo de debilidad, todo con tal de demostrar que, a diferencia de lo que esperaban de ella, no era frágil, ni delicada, ni dócil, porqué ella...ella era invencible, o así había sido hasta que puso un pie en aquella consulta. Ahora, con solo pensar en el doctor su estómago se cerraba, su respiración se entrecortaba y el pánico se apoderaba de su ser, reduciéndola a un amasijo de impulsos que apenas podía controlar.

Y lo odiaba... con toda su alma.

Era como una agonía, una pulsión que anulaba cualquier atisbo de raciocinio en su ser, y lo peor de todo es que no podía permitirse retroceder, no quería retroceder.

Desde su posición, acomodada en la butaca del comedor, podía oír el murmullo de sus voces, aunque, por la forma en que su corazón palpitaba en sus oídos, ignoraba sobre que o quien estaban hablando.

El doctor había llegado a primera hora de la mañana del sábado, tal y como lo había acordado con su madre, Tricia ya sabía de su visita, y aun así le había pillado de improvisto. Aunque dudaba que cualquier fecha no lo hubiese hecho. Suspiró, descendiendo la mirada a su regazo, sus dedos temblaban, desde que había tomado asiento no había dejado de dar vueltas al anillo herencia de su abuela, en un intento quizá de mantenerse ocupada.

De improvisto, las voces cesaron, sustituyéndose por pasos, y Tricia supo que se dirigían en su dirección. Se incorporó, alisándose con esmero sus faldas, y esperó perenne junto al sofá hasta que abrieron las puertas.

Tricia aguardó unos segundos más junto al mueble, analizando la situación, sus ojos no tardaron en cruzarse con los del doctor McCormick, y solo al verse sin más remedio avanzó hasta colocarse a la par de su madre. Saludó por mera cortesía y el doctor le devolvió el gesto con una sonrisa que le revolvió el estómago. Sus ojos resbalaron por puro instinto y por primera vez repararon en la chica situada junto a este.

Era hermosa, delicada, de caderas anchas y enormes ojos azules, y sin embargo pueblerina.

La delataba su tez, levemente tostada por el sol, expuesta bajo un pronunciado escote que dejaba a la vista sus clavículas y hombros salpicados por pecas, atuendo que connotaba procedencia sureña, según tenía entendido aquella moda era procedente de las damas de las cortes italianas, donde el buen tiempo y el libertinaje eran parte de los círculos sociales.

Se preguntó si conservaría el acento, ya que, de ser así, sin lugar a dudas pondría de los nervios a su madre.

Y la idea de que la niña la molestase le divirtió demasiado.

Al sentir sus ojos sobre ella la niña descendió la mirada, retorciendo entre sus dedos los pliegues de su vestido, y aquel simple gesto reconfortó de alguna forma a Tricia, al darse cuenta que no era la única a la que aquella situación venía grande.

-Os presento a mi hermana, Karen McCormick-pronunció el doctor con excesiva musicalidad.

La nombrada hizo una torpe reverencia que causó que la señora Tucker frunciera el ceño.

Estaba nerviosa, tanto que aquel hecho ni si quiera paso desapercibido para su madre, que no había dejado de dedicar fugaces miradas al doctor McCormick, como cuestionando a qué clase de muchacha había tenido la osadía de traer al seno de su hogar para asistir a su única hija. Aunque el doctor, siempre atento, se adelantó.

-Me pareció que sin duda Karen era la mejor opción, ya que ella mejor que nadie conoce la profesión, estuvo presente en gran parte de mi formación, además de ejercer como ayudante de matrona. Y durante estos últimos años ha estado sirviendo a la familia Steven en Florencia, ya sabe, la famosa familia de mecenas, ejerciendo como dama de compañía de la hija.

Histeria (South Park)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora